Fe cristiana y
resurrección de Jesús. Hoy mucha gente está entusiasmada por Jesús de
Nazaret, un hombre libre, un hombre para los demás, profeta de un mundo más
justo y más fraterno, pero no admiten su resurrección. Si fuese así, no sería
el Salvador. La esperanza humana de una salvación sería en vano y la muerte
tendría dominio sobre los hombres. San Pablo lo advierte en una de sus cartas: «Si
Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe»
(1 Cor 15,
14). Sin la resurrección, la
muerte en la cruz de Jesús no nos salva y la Iglesia nada nuevo tendría que
decir a la humanidad. Pero no, la fe cristiana es desde el principio fe en
Jesucristo, resucitado de entre los muertos. De nuevo nos lo recuerda San
Pablo: «Porque yo os transmití en primer lugar lo que también yo recibí: que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; y que fue sepultado y
que resucitó al tercer día, según las Escrituras» (1 Cor 15, 3-4).
El porqué de la fe en la
resurrección de Jesús. Con la muerte
violenta y vergonzosa de Jesús en la cruz parecía que todo había acabado.
También los discípulos de Jesús entendieron su muerte como el fin de sus
esperanzas. El final de Jesús en la cruz parecía ser no sólo el fracaso de la
vida de Jesús, sino el hundimiento de su mensaje del reino de Dios. ¿Qué puede,
pues, explicar el comienzo de la Iglesia y la fuerza prodigiosa del
cristianismo primitivo? La respuesta del Nuevo Testamento a esta cuestión es
totalmente clara: los discípulos de Jesús anunciaron muy poco después de la
crucifixión que Dios Padre lo había resucitado, que quien habían visto en la
cruz se les había mostrado vivo y que el mismo Jesús resucitado los había
enviado a ellos a anunciarlo por todo el mundo. Además, tal era su
convencimiento, que estaban dispuestos a morir por su mensaje. No podían callar
lo que habían experimentado.
El significado de la resurrección de Jesús. La resurrección de Jesús no fue un retorno a la
vida terrena, como en el caso de las resurrecciones que él había realizado
antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím, o la resurrección de
Lázaro. Estos hechos eran
acontecimientos milagrosos, pero las personas beneficiadas por el milagro
volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena “ordinaria”. En cierto
momento, tendrían que volver a morir. La Resurrección de Cristo es esencialmente
diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más
allá del tiempo y del espacio: vuelve al Padre, para vivir eternamente en el
reino de los cielos. El Credo que recitamos todos los domingos resume así esta
verdad: «Al tercer día resucitó de entre los muertos, subió
a los cielos, y está sentado a la derecha del Padre, desde allí ha de venir a
juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin». La divinidad de Jesús es confirmada por su
resurrección. Los discípulos le vieron en gloria y majestad, manifestado como
Hijo de Dios. La Resurrección de Jesús es la confirmación y la revelación de lo
que Jesús antes de la Pascua afirmó ser: su dignidad de Hijo de Dios. «Yo y el Padre somos uno... Si no hago las obras de
mi Padre, no me creáis, pero, si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a
las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el
Padre» (Jn 10, 29. 37-38).
La resurrección de los muertos. Por
último, la resurrección de Jesús y su entronización junto a Dios con poder
divino no es para el Nuevo Testamento un acontecimiento aislado, sino el
comienzo y la anticipación de la resurrección de los muertos. Jesús es el
primogénito de los resucitados. Él es el principio y la garantía de nuestra
resurrección tras la muerte. En Él está la esperanza de nuestra futura
resurrección. De nuevo nos lo explicará San Pablo: «Cristo
ha resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto. Si por
un hombre vino la muerte, por un hombre vino la resurrección. Pues lo mismo que
en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados. Pero cada uno en
su puesto: primero Cristo como primicia; después todos los que son de Cristo,
en su venida» (1 Cor 15, 20-23).
No hay comentarios:
Publicar un comentario