Una de las palabras que más se usa hoy es la palabra diálogo. Diálogo en la familia, en la sociedad, diálogo en la política, (pensemos en los años y días pasados con relación a los separatistas, catalanes, vascos, etc., y preparémonos para lo que venga), diálogo en la Iglesia...
No me parece mal, sino todo lo contrario. Más vale dialogar que andar a pedradas. Pero, ¿qué es el diálogo, qué supone dialogar? La etimología nos dice que diálogo es una palabra griega que significa a través o por medio de la palabra. Por medio de la palabra se puede bendecir, decir y hacer el bien, o se puede hacer la maldad, la traición, insultar, herir e incluso matar moralmente.
Un gran papa, el beato Pablo VI, escribió una gran encíclica hace 55 años, titulada “Ecclesiam Suam”, “Su Iglesia”, dirigida a todos los fieles y a todos los hombres de buena voluntad sobre los caminos que la Iglesia Católica debe seguir para cumplir su misión. Estaba celebrándose el Concilio Vaticano II, y el papa, sin querer entrometerse en los debates conciliares, expresa tres pensamientos que le agitan respecto a la Iglesia: la conciencia de sí misma, la renovación de la misma, y la actitud que la Iglesia debe establecer con el mundo que la rodea, y en el cual vive y trabaja, el diálogo.
El cristianismo es la religión del diálogo, una relación de Dios y el hombre que culmina en Cristo, el Verbo, la Palabra hecha carne.
¿Qué supone el diálogo desde la fe? El diálogo, desde Jesucristo, nos debe llevar a tomar la iniciativa, sin esperar a que otros nos llamen. Debe partir del amor desinteresado, como el de Dios. No se ajusta a los méritos a los que va dirigido, tampoco debe ajustarse a los resultados posibles que se conseguirían o dejarían de lograrse, debe hacerse sin límites y sin cálculos. Debe ser responsable, libre y respetar la libertad personal y civil, sin coacción, y discurrir por las vías legítimas de la educación humana, de la persuasión interior. Si el diálogo de Dios ha sido y es universal, el nuestro debe ser potencialmente universal y capaz de entablarse con cada uno, a no ser que el hombre lo rechace o insinceramente finja aceptarlo. Tiene en cuenta los grados, desarrollos sucesivos, con inicios humildes, con lentitud en la maduración psicológica e histórica, pero sin dejar para mañana lo que se pueda hacer hoy. Debe tener el ansia de la hora oportuna y el sentido del valor del tiempo. Cada día debe volver a comenzar.
Esta forma de relación denota un propósito de corrección, de estima, de simpatía, de bondad por parte del que lo establece. Excluye la condenación apriorística, la polémica ofensiva y habitual, la futilidad de la conversación inútil. Mira al provecho del interlocutor y quisiera disponerlo para la comunión de sentimientos y de convicciones.
Supone un estado de ánimo en nosotros los que pretendemos introducirlo y alimentarlo con cuantos nos rodea; el estado de ánimo de quien se afana por colocar el mensaje cristiano del que es depositario en la corriente del pensamiento humano.
El coloquio es una arte de comunicación. Sus características son cuatro:
l Claridad ante todo. El diálogo supone y exige capacidad de comprensión, es un trasvase de pensamiento, es una invitación a ejercicio de las facultades superiores del hombre. Hay que atender al lenguaje: si es comprensible, si popular, si escogido.
l Otro carácter es la mansedumbre, la que Cristo nos propuso aprender de Él mismo. Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón. El diálogo no es orgulloso, no es hiriente, no es ofensivo. Su autoridad e intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que da. No es orden, no es imposición. Es pacífico; evita los modos violentos; es paciente, es generoso.
l La confianza tanto en el valor de la palabra propia cuanto en la actitud para aceptarla por parte del interlocutor. Promueve la confianza y la amistad. Entrelaza los espíritus en la mutua adhesión a un bien que excluye todo fin egoísta.
l La prudencia pedagógica, la cual tiene muy en cuenta las condiciones psicológicas y morales del que escucha: si niño, si inculto, si impreparado, si desconfiado, si hostil; y se afana por conocer la sensibilidad del interlocutor y las formas de la propia presentación para no resultarle a aquel molesto e incomprensible.
En el diálogo así ejercitado se realiza la unión de la verdad y la caridad, de la inteligencia y el amor.
El papa beato Pablo VI, sigue señalando los destinatarios del diálogo y señala varios círculos. El primero es todo lo que es humano. A veces es muy difícil, por decir imposible, por falta de suficiente libertad de juicio y de acción y por el abuso dialéctico de la palabra, dirigida no ya a la búsqueda y expresión de la verdad objetiva, sino puesta al servicio de fines utilitarios prestablecidos. Por esto el diálogo calla, habla solo con el sufrimiento, silencio, lamento y siempre el amor.
Se sitúa a favor de una paz libre y honesta; excluye fingimientos, rivalidades engaños y traiciones; no puede dejar de denunciar, como delito y ruina, la guerra de agresión, de conquista o de predominio y no puede dejar de extenderse desde las relaciones al nivel de las propias naciones a las relaciones en el cuerpo de las propias naciones y en las bases tanto sociales como familiares e individuales para difundir en cada institución y en cada espíritu el sentido, el gusto, el deber de la paz.
No hay que enfrentar diálogo a la obediencia de la autoridad legítimamente constituida tanto en la Iglesia como en la sociedad. Para el creyente, la obediencia se mueve por motivo de fe, se hace escuela de humildad evangélica, asocia al obediente a la sabiduría, a la unidad, a la edificación, a la caridad que rigen el cuerpo eclesial. Por obediencia orientada al diálogo se entiende el ejercicio de la autoridad totalmente penetrado por la conciencia de ser servicio y ministerio de la vedad y la caridad; y se entiende que la observancia de las leyes como conviene a hijos libres y amorosos. El espíritu de independencia, de crítica, de rebelión, mal se conforma con la caridad, animadora de la solidaridad, de la concordia, de la paz, en la Iglesia y transforma fácilmente el diálogo en discusión, en altercado, en disidencia. San Pablo nos dice: Que no haya entre vosotros cismas (I Cor 1, 10).
¿Se dan estas condiciones realmente cuando oímos hablar y convocar al diálogo desde tantos ámbitos sociales, políticos, sindicales, también eclesiales, en esta hora? Yo creo que muchas no se dan. Espero que con estas citas, cada uno saque sus conclusiones y actúe en consecuencia.
+Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia
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