He visto una película curiosa de James Bridges, cuyo título es una fecha que a muchos deja indiferentes: “September 30, 1955”. En esta fecha, un estudiante universitario, Jimmy, pierde la razón, cuando el joven actor, James Dean, murió trágicamente en accidente. Ídolo rebelde de muchos jóvenes, su coche se estrelló a más velocidad de la permitida. Su inútil rebeldía acabó en una tumba con muchas flores.
¿Era tan buen actor James Dean como para convertirlo en ídolo? Lo de menos es esto. Era, sobre todo, el símbolo de una juventud rebelde, indignada, inconformista. Sus “poses” de chico que te perdonaba la vida con la mirada, enloquecían a cierta juventud de los lejanos años cincuenta del siglo XX.
¿Y a tanto puede llegar la idolatría o estupidez humanas? A eso y a más. Cuando se endiosa al ser humano, se pierde el horizonte del verdadero Dios, y se puede llegar a cometer barbaridades de todo tipo. Algunos “rebeldes” se suicidaron, después del accidente de James Dean. Otro sacrificio inútil, en aras de la rebeldía.
Empecemos por decir que el Dios bíblico, el Dios de nuestra fe, casa mal con los ídolos que destruyen a la persona humana. El verdadero Dios sólo quiere que el ser humano viva. Y viva con una vida de calidad (calidad también moral). Dios sólo quiere la dignidad de sus criaturas. San Ireneo lo expresaba así, cuando decía: “La gloria de Dios consiste en que el hombre viva”. No que se destruya a sí mismo. O destruya a otros por culpa de ideologías de muerte. Hace poco hemos presenciado, en un lugar de Norteamérica, a un jovencísimo muchacho de personalidad rara, imbuido de ideas e ídolos violentos, asesinando en una escuela a multitud de niños y llevando el luto a otras tantas familias.
James Dean, encarnando la rebeldía contra padres autoritarios (“Al este del Edén”) o contra las clases sociales a las que no tenía acceso (“Gigante”) o formando parte de las pandas juveniles “indignadas” (“Rebelde sin causa”), era un chico que, por entonces, se hacía simpático y con el que se podía estar de acuerdo o no en muchos de sus planteamientos, pero de lo que no cabe duda es que arrastraba a las masas juveniles.
Lo más curioso del fenómeno “James Dean” no fue él mismo o su narcisista personalidad. Ni siquiera, sus resentimientos. Era un chico que inspiraba comprensión y afecto. Cuando uno crece sin ser amado o valorado, puede brotar en su interior el cardo del resentimiento, del odio, de la violencia. Lo dice la vida misma, y se puede comprender. Lo peor del fenómeno “James Dean” no fue el personaje, sino el papanatismo idólatra que generó en torno suyo, y que se repite, hoy, tantas veces en los nuevos e inconfesables ídolos que tienen su culto en las cloacas de ciertas redes sociales. Hay una masa juvenil (o no tan joven) incapaz de discernir. Ni siquiera de preguntarse: “¿Cómo canalizar mi rebeldía? ¿Por qué prefiero, por ejemplo, la protesta antisistema, violenta, al esfuerzo personal? ¿Por qué soy feliz viendo arder un coche o asestando un golpe en el cráneo de un policía?”.
Ídolos de muerte ha habido siempre. Pero lo peor es idolatrar la propia rebeldía, sin canalizarla por la vía del esfuerzo. Aprendamos algo de la historia. La rebeldía puede convertirse, también, en un Moloch: un ídolo capaz de tolerar, en el altar del templo de su misma rebeldía, la sangre inocente de no pocos sacrificios y sufrimientos humanos, sin mover un dedo para solucionar algo. Y es que hay rebeldes cuya rebeldía va a parar sólo a la tumba que ellos mismos han abierto para sí. Y no, al surco, en el que una semilla bien regada (también la de la rebeldía) puede producir una cosecha abundante.
Eduardo de la Hera
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