miércoles, 14 de septiembre de 2016

La moda de prohibir

Nos ha llegado la moda de “prohibir” en nombre del “progreso”. No de “proponer”. Ni siquiera de “debatir” lo que merece la pena ser debatido. Lo que se lleva es zanjar las cuestiones, prohibiendo. Si yo mando más que usted (un suponer), y llego al poder, prohibiré lo que no me gusta y ¡andando! Pero para reafirmar más la prohibición, para asegurarla bien, hay que ponerle la vitola de “progreso”. Todo sea por el cambio.

Hace poco le hacían una entrevista a un viejo izquierdista, y este, que es inteligente, decía lo que transcribo: “Insúlteme usted si quiere, pero no me llame progre...”.

La palabra progresismo tiene una de sus raíces en el siglo XIX, allá cuando Fernando VII. Hoy, se la quieren apropiar determinados políticos en contra de sus adversarios. Pero el “progre” suele ser un señor que vive de posturitas: o sea, un snob de salón. La renovación y el cambio pienso que son otra cosa. También, por supuesto, en la Iglesia.

Pero, volviendo a las prohibiciones, vean las que segregan algunos ayuntamientos de España cada día (todos ellos gobernados por los mismos). Ya que no pueden prohibir la corrupción, que se les escapa (y es la raíz de muchos males), se dedican a prohibir la fiesta de los toros, los animales en el circo, las capillas en las universidades y hasta prohíben coger la flor de la manzanilla en los campos.

Y todo, en nombre del “cambio y del progreso”. Pero hay cosas que a los progres del progreso se les escapan, y que no pueden prohibir: es el burka en la playa. Lo hemos visto este verano. 

El burka en la playa no deja de ser una prenda curiosa. A principios del siglo pasado se veía una vestimenta parecida en las playas de San Sebastián. La vestían las señoras (y señoritas) bien. “Era más decente” -según decían. Hoy los “progres” exhiben (y hasta coleccionan) esas imágenes que -según dicen ellos- “son cosa del catolicismo de aquella época”. Pero si un católico (o un protestante) volviera a la “liga de la decencia”, a la moral de las faldas largas o cortas, se nos echarían encima (y con razón) todos los progres del país. Si lo hace un islámico, no. Anoten: “¡Es el derecho a ser distintos...!”. 

El progreso es dar pasos hacia el futuro con tacto, mesura y coherencia. Y con mucha paciencia, porque hay que conjugar reformas con respeto a las convicciones de las personas. No imponiendo la propia ideología a base de prohibiciones.

El progreso no se “impone” por real decreto. Ni gritando mucho. Ni siquiera saliendo a la calle con pancartas, cuando llega el día que toca. El progreso no se impone prohibiendo ni ordenando, sino educando. Educar es más lento, pero más certero y seguro. Educar significa ir respetando conciencias, tener en cuenta derechos inalienables como lo de educar según opciones religiosas y prioridades de los padres. Pero aquí, cuando se trata de “libertad de enseñanza”, ya no hay “progreso”. Hay una imposición, que coincide con una muy cerrada ideología, demasiado vista.

Los malos progresistas suelen airear contra otros lo del “progreso”. Lo de “contra otros” aquí en España también se lleva mucho. De ahí, el desgobierno. No se gobierna a favor del pueblo, sino a favor de los intereses de “mi partido”. No estamos entrenados -se dice- para una “cultura de pactos”, sino para darle al otro en el morro...

No hace mucho le hacían una entrevista a un conocido director de cine con buenas películas (y hasta un oscar). Decía él: «En España falla el sentido común y el pensamiento propio. Siempre usamos la palabra “progre”. ¿Pues sabe usted lo que es un “progre”? Alguien que solo quiere estar en lo que se lleva. Alguien que no tiene pensamiento propio sino adquirido».

Aquí todos queremos estar en lo último, aunque sea lo más estrambótico. Pero lo “último” no siempre es lo mejor, aunque siempre sea lo que se lleve.

En fin, que estar al día no consiste en prohibir muchas cosas para dar en las narices al adversario, sino en explicar por qué esto es bueno y aquello malo. Pero sobre todo consiste en ayudar a ir formando conciencias responsables y maduras, para que cada cual tome las decisiones que, en aras del bien común, deban ser tomadas.

Eduardo de la Hera

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