martes, 3 de abril de 2012

El Solemne Triduo Pascual

Nos acercamos a los actos centrales de la Semana Santa. El Triduo pascual, que va desde la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo hasta la tarde del Domingo de Pascua, es el punto culminante de todo el año litúrgico.

La Misa vespertina del Jueves Santo recuerda y actualiza, aquí y ahora, la memorable Cena en la que el Señor, sabiendo que tenía que pasar de este mundo al Padre, se entregó a sí mismo, bajo las especies del pan y del vino y mandó que perpetuásemos esta ofrenda en memoria suya. El Señor Jesús estaba celebrando con sus discípulos la Pascua de los judíos, que conmemoraba la antigua alianza de Dios con Israel. Pero, al llegar el momento de la bendición del pan y de la copa de vino, les cambia el significado y representa sacramentalmente su cuerpo roto y su sangre derramada al día siguiente en la cruz. Con anticipación, el Señor acepta su muerte en redención por la humanidad pecadora y se da en comida a los doce, mandándoles que lo repitan en el tiempo, hasta que llegue el banquete final del reino de los cielos. En cada celebración de la Eucaristía, pero de un modo especial en la celebración de la Misa de la Cena del Señor del Jueves Santo anunciamos su muerte, proclamamos su resurrección y esperamos su venida en la gloria.

Según una antiquísima tradición, la Iglesia no celebra la Eucaristía en el Viernes Santo. Una sencilla oración da inicio a la primera parte: la liturgia de la palabra, cuyo punto culminante es la recitación dramatizada de la Pasión del Señor según San Juan. La Iglesia cumple así con su deber de anunciar a los fieles, a los catecúmenos y al mundo entero la muerte del Señor hasta su vuelta. Termina esta primera parte con la plegaria universal. La segunda parte de la acción litúrgica es la adoración de la cruz. Mejor dicho, la adoración de Cristo, muerto en la cruz. Es el momento culminante de la liturgia del Viernes Santo. La Iglesia venera agradecida la muerte de su Salvador. No hay gestos de duelo ni de dolor. La cruz que se presenta es introducida por estas palabras, repetidas por tres veces: «Mirad el árbol de la Cruz donde estuvo clavada la salvación del mundo». A lo que los fieles responden: «Venid a adorarlo». Lo que se conmemora en la segunda parte de la liturgia del Viernes Santo, se hace realidad en la parte tercera: en el rito de la comunión. Al comulgar, nos unimos realmente con Cristo muerto en la cruz y los beneficios de su sacrificio se nos aplican personalmente. La oración de despedida, que pronuncia el sacerdote sobre el pueblo, resume espléndidamente cuanto hemos celebrado en la liturgia. «Que tu bendición, Señor, descienda con abundancia sobre este pueblo, que ha celebrado la muerte de tu Hijo con la esperanza de su santa resurrección; venga sobre él tu perdón, concédele tu consuelo, acrecienta su fe, y consolida en él la redención eterna».

Durante el Sábado Santo la Iglesia permanece junto al sepulcro del Señor, meditando su Pasión y Muerte, su descenso a los infiernos y esperando en la oración y el ayuno su Resurrección. No hay celebraciones litúrgicas, excepto el rezo de las Horas. Es un día de oración y reposo, día de duelo por la muerte del Señor y de espera confiada en su Resurrección.

Al llegar la noche del sábado Santo, comienza la solemne vigilia pascual. Se empieza por el “lucernario”: la bendición del fuego nuevo, que encenderá el cirio pascual, signo visible del Señor resucitado, de cuya luz participaremos todos, encendiendo de él nuestras velas. El canto del pregón pascual nos explicará el significado de esta noche santa: «Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo». Tras la liturgia de la palabra comienza la liturgia bautismal. Hoy es la noche por excelencia del bautismo. Bien que se bauticen realmente algunos niños o adultos, o bien que tan sólo se renueven las promesas bautismales, la vigilia pascual expresa la íntima conexión del bautismo con el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, según explica admirablemente San Pablo en su carta a los Romanos (Rom 6, 4-5). La gran vigilia pascual llega a su cima con la Eucaristía nocturna, que inicia el domingo de resurrección. Es la Eucaristía por antonomasia, nuestra pascua, en la espera de la venida gloriosa del Señor. La Eucaristía pascual es culminación del memorial de la muerte y resurrección del Señor hasta que venga.

Hay una estrecha relación entre el Santo Sacrificio de la Misa y la Pascua del Señor. Esta relación se pone de relieve en la Eucaristía de la vigilia pascual. «La Eucaristía es verdaderamente la Pascua de la Iglesia. Ella realiza el continuo paso a la vida definitiva; es actualización del misterio de la Pascua, purificación del hombre... La Eucaristía está íntimamente conexa con la resurrección del Señor. Porque, si Cristo no hubiese resucitado, ¿qué es lo que significaría la Eucaristía vaciada así de todo su contenido? La Eucaristía exige la Resurrección y la comunica a los hombres; Jesús que dice: “Yo soy la resurrección y la vida”, dice también: “Yo soy el pan de vida”. Sin la Resurrección, la Eucaristía sería una sencilla comida fraterna, pero no efectuaría la comunicación de la vida de Dios... Celebrar la Eucaristía es por lo tanto, particularmente en la noche de la Resurrección de Cristo, el vértice de la acción de la Iglesia, es el acto clave de la celebración de la vigilia pascual»1.

Preparémonos, pues, para celebrar dignamente los misterios centrales de nuestra fe. Es lo que os desea de todo corazón vuestro obispo.

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