Todos sabemos lo difícil que es dar el pésame. Porque no es lo mismo si se trata de un familiar o de un amigo. No es lo mismo cuando es una persona joven, madre y con hijos, que de un anciano enfermo en cuerpo e inteligencia. Y lo mismo le sucede al sacerdote que debe pronunciar la homilía en un funeral. ¿Qué se dice al saludar, al intentar consolar y demostrar que se participa en el dolor? ¿Silencio? ¿Pocas palabras? ¿Gestos envueltos en un río de lágrimas? Siempre, siempre la oración y la mirada en Dios y en Jesucristo muerto en la Cruz.
San Juan de Ávila escribe a una señora a la que se la había muerto el marido. Comienza invocando al Espíritu Santo que es gracia y consolación. Sigue así: “Muchas gracias sean dadas a Jesucristo por todo lo que ha hecho y hiciere, pues que es justo en todos sus caminos y santo en todas sus obras”. Y continúa : “Confío en la misericordia de Dios que le dará gracia para que, por muchas tempestades que combaten su alma, de las presentes y de las que por venir se le representan, y la traerán turbada a una parte y otra, no quite sus ojos de Dios y de su santa voluntad, que es norte al cual hemos de mirar en la noche y mar de aqueste mundo, para aportar al puerto de salud, que no tiene fin”.
En esta larga carta escribe: “Hágase dura para los trabajos, pues el delicado Hijo de Dios tantos trabajos tomó por nosotros; y cuanto mejor rostro les hiciere, más ligeros le serán de sufrir y cuando mucho fatigaren, váyase a Cristo y piense en la agonía que tuvo en el huerto y en la palabra que dijo al Padre: No mi voluntad sino la tuya sea hecha”. Y así termina: “Aquel Señor, que es Padre de Consolación y sabe y puede y quiere confortar y consolar los corazones de los que a Él se encomiendan, dé a vuestra merced su favor y consuelo”.
Germán García Ferreras
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