El mundo está cambiando, qué duda cabe. No sólo es la economía, también la sociedad, las formas de pensar... los valores que dan sentido. Nada nuevo, cada época posee su mitología, su conjunto de creencias, sus relatos que otorgan unidad a quienes los comparten. En Roma era el culto al emperador; en el Medievo, Dios; después el Rey, más tarde y a partir del siglo XVIII, la razón y la democracia. ¿Qué nos toca a nosotros, ciudadanos del XXI?
Al margen de lo que uno tenga en su cabeza, son nuestros actos lo que nos definen, y todos, absolutamente todos, rendimos culto a las necesidades de nuestro cuerpo. Unas necesidades que tienen precio, un precio que se paga con dinero, un dinero que se gana con trabajo. Ahora bien, admitiendo el hecho de que debemos comer, poseer un techo, disfrutar de un ocio, esta premisa material podría agotarse en unos mínimos y después... “dedicarnos a otras cosas”. ¡No ocurre así! La simple materialidad supone la religión de nuestro tiempo: rendir pleitesía a la levedad de nuestros gozos, la mayoría pagados con dinero.
Esta vaciedad de la vida se expresa en frases como “es lo que hay”, “vive a tope”, “sólo arrepiéntete de lo que no hayas hecho”... una religión vitalista que muchas veces es positiva, pero que nace de una constatación: todo se lo lleva la muerte. Sin duda hemos comprendido como nunca lo frágiles que somos, lo inútiles que son nuestros grandes proyectos, ¡y supone una gran verdad, una verdad que también la Biblia recoge! El problema es que lo que debiera ser una conclusión “de paso”, un apeadero en nuestra búsqueda de sentido, se convierte en la estación final, en la única alternativa. De manera que nada existe salvo mi “yo presente”, el disfrute de mi parte material, o como mucho mi preocupación (también material) por un puñado de personas que me importan: los amigos, la familia...
Hasta ahora, todo muy humano, muy comprensible: “no hay nada sobre las tejas, tampoco bajo tierra”. La conclusión: no merece la pena crecer hacia abajo, hacia lo profundo, sino extenderse en horizontal, acopiar experiencias, y si es posible “juveniles”, excitantes, que requieran una robustez y salud físicas... Pero (y aquí está la clave) acumular experiencias, gozos y sensaciones supone poder pagarlas. Y como nada es gratis, el vitalismo se aferra a otra máxima: “sólo existes si tienes”, “tanto tienes, tanto vales”. Una regla que enriquece a los proveedores de experiencias, que deja vacíos a los que se dedican a acumularlas.
Hora es de decirlo: el cristianismo no condena ese materialismo vitalista, la constatación de nuestra finitud... aunque sí sus buscadas consecuencias. Nos quieren débiles y ansiosos, inseguros... para vendernos la receta. Desean que concibamos la existencia como un simple mercado, como una carrera. Una competición en que los que no poseen dejan de llamarse personas.
Y frente a esto encontramos el vitalismo de Jesús, que crece primero hacia dentro, que luego desborda hacia fuera. No se puede decir de Él que no disfrutase de la vida, salvo por una diferencia: “se daba gratis”.
“De pan vive el hombre”, sin duda, y estamos lejos de esa realidad para una mayoría. Pero, saciado nuestro estómago, la comida se disfruta más en compañía. Por eso rezamos el Padrenuestro en plural: “danos nuestro pan”, y por eso celebramos la Eucaristía. Visto así, es un gesto “contracorriente”. Porque el puro consumismo conduce a la soledad; nos deja la cabeza fría y los pies muy secos.
Asier Aparicio
Pastoral Social
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