Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara íntegro y fuera transmitido a todas las edades. Por eso Cristo mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio -fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta- prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su boca. Así los Apóstoles, transmisores del Evangelio, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó. Además, los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo.
La revelación que se contiene en la Sagrada Escritura ha sido puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. Por eso, se afirma que todos los libros de la Biblia tienen a Dios por autor... están “inspirados” por Él. Ello no es obstaculo para que Dios se valiese de unos hombres elegidos por él, que se conocen con el nombre de “hagiógrafos”, que una cultura, lengua y facultades propias. Dios se valió de ellos para que poner por escrito, según sus capacidades, todo lo que quería que conociésemos para nuestra salvación. En este sentido, se puede decir que ellos son también verdaderos autores de los libros sagrados.
Como conclusión del Sínodo de obispos sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, el Papa Benedicto XVI publicó la Exhortación Apostólica Verbum Domini. En ella se nos invita a hacer una “lectura orante” de la Sagrada Escritura: “El Sínodo ha vuelto a insistir más de una vez en la exigencia de un acercamiento orante al texto sagrado como factor fundamental de la vida espiritual de todo creyente, en los diferentes ministerios y estados de vida, con particular referencia a la lectio divina. En efecto, la Palabra de Dios está en la base de toda espiritualidad auténticamente cristiana (...) Como dice san Agustín: «Tu oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios».
En la vida del cristiano, la Palabra de Dios y la Eucaristía no se pueden comprender la una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el misterio eucarístico.
La “lectio divina” explicada por Benedicto XVI: Se comienza con la lectura (lectio) del texto, que suscita la cuestión sobre el conocimiento de su contenido auténtico: ¿Qué dice el texto bíblico en sí mismo? Sin este momento, corremos el riesgo de que el texto se convierta sólo en un pretexto y no salir nunca de nuestros pensamientos. Sigue después la meditación (meditatio) en la que la cuestión es: ¿Qué nos dice el texto bíblico a nosotros? Aquí, personalmente -y comunitariamente- debemos dejarsnos interpelar y examinar. No se trata de considerar palabras pronunciadas en el pasado, sino en el presente. Se llega al momento de la oración (oratio), que supone la pregunta: ¿Qué decimos nosotros al Señor como respuesta a su Palabra? La oración como petición, intercesión, agradecimiento y alabanza, es el primer modo con el que la Palabra nos cambia. Por último, concluimos con la contemplación (contemplatio), durante la cual aceptamos como don de Dios su propia mirada al juzgar la realidad, y nos preguntamos: ¿Qué conversión de la mente, del corazón y de la vida nos pide el Señor? Y recordamos que la lectio divina no termina su proceso hasta que no se llega a la acción (actio), que mueve la vida del creyente a convertirse en don para los demás por la caridad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario