«Que cada uno, con el don que ha recibido se ponga al servicio de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. El que se toma la palabra que hable palabra de Dios. El que se dedica al servicio que lo haga en virtud del encargo recibido de Dios. Así, Dios será glorificado en todo, por medio de Jesucristo, Señor nuestro, suya es la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amen». Estas palabras de San Pedro en la oración de Laudes del 11 de octubre de 2012, nos vienen adelantaban ya lo que tiene que suponer el recién inaugurado Año de la Fe.
Un Año de la Fe que comenzaba oficialmente en la Basílica de San Pedro, a las 10 de la mañana. Un Año de la Fe, que nos llama a «un compromiso eclesial más convencido a favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe». Un Año de la Fe, para abrirnos de nuevo al amor de Cristo «el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar». Un Año de la Fe, porque «hoy como ayer, Él nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los pueblos de la tierra. Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a los hombres de cada generación: en todo tiempo convoca a la Iglesia y le confía el anuncio del Evangelio, como un mandato que es siempre nuevo».
El Papa nos insiste repetidamente en la necesidad de regresar a la “letra” del Concilio, a sus textos, para encontrar en ellos su auténtico espíritu y he repetido que la verdadera herencia del Vaticano II se encuentra en ellos. Así, evocó -animándonos a adoptar esta actitud- la figura de los Padres conciliares que «querían volver a presentar la fe de modo eficaz, y si se abrieron con confianza al diálogo con el mundo moderno era porque estaban seguros de su fe, de la roca firme sobre la que se apoyaban».
Hoy la Iglesia propone un nuevo Año de la Fe y la nueva evangelización. No para conmemorar una efeméride... sino porque hay necesidad de ello, todavía más que hace 50 años. Benedicto XVI nos propone que «la respuesta que hay que dar a esta necesidad es la misma que quisieron dar los Papas y los Padres del concilio, y que está contenida en sus documentos. Si ya en tiempos del concilio se podía saber, por algunas trágicas páginas de la historia, lo que podía significar una vida, un mundo sin Dios, ahora lamentablemente lo vemos cada día a nuestro alrededor. Se ha difundido el vacío. Pero, precisamente a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros, hombres y mujeres».
Comenzamos un intenso Año de la Fe que -como expresa nuestro Obispo- nos debe ayudar a «reavivar nuestra comunión con el Señor, profundizar en el contenido de la fe cristiana, impulsándonos a dar testimonio de nuestra fe en la sociedad, moviéndonos a un mayor compromiso en el mundo».
Para redescubrir los contenidos de la fe profesada, que no es nunca, ni debe ser, una mera teoría, una serie de ideas que se aprenden y se repiten una y otra vez. Para insistir en la fe rezada. Nuestra la fe es, ante todo, el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia, una conversación personal con Cristo. Para celebrar la fe profesada y rezada, de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su fuerza». Y, finalmente, para convertir la fe profesada, rezada y celebrada... en una fe vivida. En una fe testimoniada y llevada a la práctica en nuestra vida cotidiana.
Que la nuestra sea una fe con caridad que de fruto. Y una caridad con fe que sepa mantenerse en los momentos de duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino. Gracias a la fe podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia».
Que a todo esto nos ayude el Año de la Fe recién comenzado.
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