El 11 de octubre de 1962 el Papa Juan XXIII, después de tres años de preparación, inauguraba solemnemente el Concilio Vaticano II. Han pasado 50 años, y no vamos a repetir el tópico: “Parece que fue ayer”. Algunos éramos estudiantes, y lo recordamos muy bien. Hemos vivido el Concilio, el posconcilio y estamos viviendo ahora las puntualizaciones que, según dicen, hay que hacerle al Concilio.
Desde la conciencia de que hemos de ser, además de obedientes, audaces y emprendedores, quisiera desgranar aquí algunas reflexiones sobre lo que ha sido, sin duda, el acontecimiento más grande del siglo pasado. Y quisiera, a la vez, apostar por lo que, según pienso, debería seguir siendo este mismo Concilio, sin miedos ni reticencias.
Primero: El espíritu de los que vivimos el Concilio es el que nos ha alentado durante muchos años a seguir trabajando en la viña del Señor con una confianza inmensa y una fe inquebrantable en Jesucristo. Y también nos ha animado un deseo sincero de renovar y reformar la Iglesia. Nadie, excepto los lefevrianos (y sus amigos), pensaron en rupturas o desobediencias al socaire de los nuevos vientos.
Tercero: Pienso que las sangrías que, en los años posteriores al Concilio, han herido a la Iglesia (secularizaciones, deserciones, descristianización), no tienen como causa las enseñanzas del Concilio, sino la torpeza de los cristianos y de muchos de sus pastores. Y también hay que ir a buscar su origen en la fuerza arrolladora de acontecimientos históricos que nos han desbordado a todos. Supongo que a estas alturas nadie echará la culpa de la falta de vocaciones al espíritu del Concilio.
Cuarto: Los que hablan de la necesidad de otro Concilio habría que preguntarles: “¿Y para qué, si aún tenemos en los documentos del Vaticano II todo un potencial de enseñanzas a medio desarrollar?” Adviértase que la Iglesia, después de cada Concilio, aunque este sea sólo pastoral, enseña y orienta, anima e impulsa con la perspectiva de muchos años venideros. Algunos dicen que las opiniones del Concilio sólo han sido eso: “opiniones que tuvieron suerte”. No es verdad. La Iglesia a partir de los concilios “enseña”, no “opina”. Otro Concilio podría servir, hoy, para dar “marcha atrás” y perder, tal vez, los trenes de la historia.
Y quinto: Somos muchos los que pensamos que un Concilio no es una ruptura con las enseñanzas fundamentales del evangelio. Ni con lo esencial que predica y vive la Iglesia. Pero un Concilio siempre constituye un paso adelante, y, en ocasiones, puede proponernos una nueva formulación en muchos aspectos de la comprensión, vivencia y celebración de la fe cristiana. Así han sido siempre los concilios en la Iglesia: un paso hacia el futuro.
Cuando, hoy, no pocos han querido retorcer el espíritu del Concilio, para volver a una imposible época preconciliar, habría que seguir diciendo (aunque suene a demasiado solemne) que, gracias a la fe, tal y como la expresó el Vaticano II, y gracias a todo un trabajo pastoral llevado a cabo por muchos hermanos nuestros, la Iglesia ha llegado al Tercer Milenio. Con luces y sombras, sí; pero, también, con nuevos impulsos y, sobre todo, siendo ella misma, la Iglesia con la que soñó Jesús de Nazaret: el Cristo viviente y su Espíritu que siempre la acompañan.
Eduardo de la Hera Buedo
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