A través de la belleza y del orden de la Creación, el hombre vislumbra que, más allá del mundo que le rodea, y del que forma parte, debe de haber una realidad que explique todo lo creado. Las religiones son buen ejemplo de la búsqueda de Dios que hay en el hombre.
El ser humano tiene, en el fondo de su alma, un anhelo de Dios, que -si no se acalla- se traduce en una incesante aspiración a la felicidad y a la inmortalidad. El hombre quiere ser feliz y serlo para siempre. No admite una vida sin sentido, un amor que se acabe, una injusticia que nunca su sanción. Así San Agustín definió este anhelo del ser humano: “Tu eres grande, Señor, y muy digno de alabanza. Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti”.
Para que pudiésemos conocerle, Dios se hizo el encontradizo con el hombre a través de su Revelación. Tras el pecado de nuestros primeros padres, Dios hizo una alianza con Noé que abraza a todos los seres vivientes. Tras esta primera manifestación, “Dios escogió a Abram llamándolo a abandonar su tierra para hacer de él «el padre de una multitud de naciones» (Gn 17, 5), y le prometió bendecir en él a «todas las naciones de la tierra» (Gn 12,3). Los descendientes de Abraham son los depositarios de la promesa divina hecha a los patriarcas. Dios forma a Israel como su pueblo elegido, lo salva de la esclavitud de Egipto, establece con él la Alianza del Sinaí, y le da su Ley por medio de Moisés. Los Profetas anuncian la radical redención del pueblo y la salvación que abrazará a todas las naciones en una Alianza nueva y eterna: “Del pueblo de Israel, de la estirpe del rey David, nacerá el Mesías: Jesús”.
La transmisión del mensaje de Cristo se lleva a cabo, desde los comienzos del cristianismo, por la predicación, el testimonio, las instituciones, el culto y los escritos inspirados. Los Apóstoles transmitieron a sus sucesores, los obispos y, a través de éstos, a todas las generaciones hasta el fin de los tiempos todo lo recibido de Cristo y aprendido del Espíritu Santo. La Tradición Apostólica se realiza de dos modos: con la transmisión viva de la Palabra de Dios y con la Sagrada Escritura, que es el mismo anuncio de la salvación puesto por escrito.
Interpretada por la tradición viva de la Iglesia, la Sagrada Escritura, tiene para el cristiano una importancia decisiva. En el Antiguo Testamento se nos habla del amor de Dios por el hombre, pero es en el Nuevo Testamento, y en especial en los Evangelios, donde llega hasta nosotros la verdad definitiva de la Revelación de Dios al hombre. El Antiguo y el Nuevo Testamento se iluminan recíprocamente.
Cuando alguien nos habla, debemos prestarle atención a lo que nos dice, si es digno de crédito y, por ello, nos fiamos de él. Según eso, cuando Dios, que es la Verdad suma, nos ha hablado, debemos fiarnos de él, escuchar lo que nos dice y acogerlo con amor, para llevarlo a la práctica en nuestra vida. Esta respuesta del hombre a Dios debemos hacerse con la fe. Los cristianos creemos, con un solo corazón y una sola alma, todo aquello que se contiene en la Palabra de Dios escrita o transmitida y es propuesto por la Iglesia para ser creído como divinamente revelado. El modelo de fe lo tenemos en la Virgen María, cuya vida entera fue una continuación de su respuesta al anuncio del ángel: “hágase en mi según tu palabra” (Lc 1, 38).
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