Un viernes de noviembre la barbarie deja -a estas horas- más de 120 muertos y 300 heridos en París. Mi dolor y mi oración los asesinados y mi cercanía a sus familias y compatriotas. Por delante y lo primero.
Y mi repaso a la Doctrina Social de la Iglesia, pues «el terrorismo es una de las formas más brutales de violencia que actualmente perturba a la Comunidad Internacional, pues siembra odio, muerte, deseo de venganza y de represalia»; pues «el terrorismo se debe condenar de la manera más absoluta. Manifiesta un desprecio total de la vida humana, y ninguna motivación puede justificarlo»; y porque «es una profanación y una blasfemia proclamarse terroristas en nombre de Dios. Ninguna religión puede tolerar el terrorismo ni, menos aún, predicarlo».
Pero me duele el dolor hecho clamor cuando nos toca cerca... y la indiferencia cuando nos pilla a desmano. Los que han asesinado en París son los mismos... LOS MISMOS... que secuestran niñas en Nigeria, que ametrallan -en Viernes Santo- estudiantes en Kenya; que ejecutan turistas en Túnez; que derriban aviones en Egipto; que ponen bombas en Yemen o Pakistán; que decapitan y crucifican hombres y niños en Siria y esclavizan mujeres y niñas; que, cuando pueden, atacan en París, Londres, New York o Madrid. Son los mismos que hacen que cientos de miles de personas huyan. Y vengan a nosotros buscando refugio. Y todas, absolutamente todas las víctimas... son hermanos nuestros.
Y el silencio hace cómplices.
El Papa Francisco lleva tiempo diciendo que estamos inmersos en una Tercera Guerra Mundial no declarada. Una guerra global y deslocalizada. Una guerra contra la Vida, contra la Libertad, contra la Razón, contra el Derecho. No una guerra de religiones. O entendemos esto... o no entenderemos nada.
Domingo Pérez
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