Para mi amigo Aproniano Espina, que me ha contado este bello cuento, y me he permitido retocarlo un poco.
Un día, el hijito más pequeño de una rana brincaba, descuidado, jugando en el bosque, cuando de repente, confundido con la floresta, vio algo nuevo en medio del camino.
Un día, el hijito más pequeño de una rana brincaba, descuidado, jugando en el bosque, cuando de repente, confundido con la floresta, vio algo nuevo en medio del camino.
Era una animal extraño, largo y delgado. Su piel relucía con todos los colores del arco iris. Tenía algo de enigmático y amenazador...
- Hola -dijo el niño rana- ¿qué haces ahí, tirado en el sendero?
- Calentándome al sol -respondió el misterioso reptil, retorciéndose y desenroscándose-. Me llamo “niño-culebra.” ¿Y tú?
-Soy un “niño rana”, ¿no lo ves? ¿Quieres jugar conmigo?
Así fue como el niño-rana y el niño-culebra hicieron amistad y jugaron juntos toda la mañana en el bosque.
- ¡Mira lo que puedo hacer! -dijo el niño rana, y dio un gran brinco en el aire-. Si quieres te enseñaré...
Y el niño-rana enseñó al niño culebra a brincar, y juntos saltaban por el sendero.
- Ahora mira lo que puedo hacer yo -dijo el niño-culebra, mientras se arrastraba sobre su vientre y trepaba a lo más alto de un árbol-; si quieres te enseñaré.
Y el niño-culebra enseñó al niño-rana a deslizarse sobre el vientre y a trepar a los árboles más altos del bosque.
Al cabo de un tiempo, ambos tuvieron hambre y decidieron ir a casa a comer, pero antes prometieron encontrarse al día siguiente.
- Gracias por enseñarme a brincar -dijo niño-culebra.
- Gracias por enseñarme a trepar a los árboles -dijo niño-rana.
Y cada cual se fue a su casa. Entonces, el niño-rana le dijo a su madre, mientras se arrastraba sobre el vientre: “¡Mira lo que sé hacer, mamá!”.
- ¿Dónde aprendiste a hacer eso tan raro? -preguntó su madre.
- Me lo enseñó el niño-culebra. Jugamos en el bosque esta mañana. Él es mi amigo.
- ¿No sabes qué la familia culebra es mala? -dijo su madre- Tienen veneno en los dientes. ¡Que no te sorprenda yo jugando con ellos! ¡Y que no te vuelva a ver arrastrándote por el suelo! ¡Eso no se hace!
Entre tanto, el niño-culebra, también en su casa, se puso a brincar delante de su madre.
- ¿Quién te enseño a hacer eso? -le dijo la madre.
- Niño rana. Es mi nuevo amigo -respondió él.
- ¡Qué tontería! ¿No sabes que estamos enfadados con la familia Rana desde hace muchísimo tiempo? -dijo la madre-. La próxima vez que juegues con el niño-rana, cógelo y cómetelo. Y deja de brincar como él; esa no es nuestra costumbre.
A la mañana siguiente, cuando el niño rana se encontró con el niño culebra en el bosque, mantuvo, precavido, su distancia.
- Me temo que hoy no podré ir a reptar contigo -le dijo, dando un par de saltos hacia atrás. El niño-culebra le miro en silencio, y recordando lo que había dicho su madre, pensó: “Si se acerca demasiado, saltaré sobre él y le comeré”. Pero luego recordó lo mucho que se habían divertido juntos, y que el niño rana había sido muy amable al enseñarle a brincar. Así que suspiró tristemente y se internó en la arboleda...
Desde ese día, el niño rana y el niño culebra nunca volvieron a jugar juntos. Pero a menudo se sentaban solos y tristes al sol, recordando aquel único día en que habían llegado a ser amigos. Y cada uno en su rincón lloraba desconsoladamente.
Eduardo de la Hera
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