Discutían dos mamás en la acera, mientras los niños correteaban a su alrededor, sobre si en el colegio no se estaban pasando tres pueblos con la dichosa fiesta de Halloween. Y no se ponían de acuerdo, pues una de ellas no entendía por qué no dejaban poner el Belén en clase y en cambio debía todos los años vestir y maquillar a su niña de zombi, momia o vampira. Y lo más curioso es que las dos invocaban a la tradición.
A mí también me resulta al menos chocante, que estemos pasando de considerar la muerte como un tabú, todo parece preparado para pasar de puntillas lo más rápidamente posible, a un carnaval hueco y sin sentido. Todo lo consumimos, comercializamos y maquillamos de una estética innovadora. Pero la muerte debe ser otra cosa. La muerte es hoy la única ruptura que nos permite situarnos con sinceridad y honestidad ante la vida. La muerte es la única que nos hacer releer nuestro recorrido y nuestra escala de valores y nos deja desnudos frente a nuestras preferencias. Si yo veo la muerte como el fin de todo ¿cómo he de orientar mi vida? Si la descubro como un paso, ¿cómo provocar un encuentro con los seres amados que me han precedido?
No sé si te habrás dado cuenta, pero en los textos originales de la liturgia católica se evita el término “muerto”. Aunque hablemos de la muerte como la realidad necesaria para poder resucitar. Pero nosotros no hablamos de muertos, sino de difuntos, que no es lo mismo, aunque popularmente les igualemos. Pero no es así, difunto viene del latín y significa aquel que ha cumplido ya su función, el que ha llegado a la meta en la vocación para la que Dios le había llamado. Es un cumplimiento.
Nosotros llamamos cementerio o camposanto allí donde reposan nuestros seres queridos. Este nombre es sólo de tradición cristiana: cementerio significa dormitorio en griego: «No queremos amados hermanos que ignoréis la suerte de aquellos que duermen en el Señor», nos dice San Pablo. Reitero, «aquellos que duermen en el Señor». Y llevamos flores a nuestros difuntos, no como un adorno más, sino como signo de resurrección, de primavera eterna. Tras un largo invierno, donde todo parece que ha muerto, florece la vida. Nosotros los cristianos no llamamos tanatorio, casa de la muerte, sino velatorio, lugar de la vigilia y la espera, allí donde reposamos a nuestros seres queridos antes de las exequias. Y es que las palabras lo dicen todo.
La liturgia, que nos impulsa a los creyentes a la resurrección, cambia la terminología del día de los muertos por la conmemoración de los fieles difuntos, traducido: recuerdo vivo de aquellos que siguieron a Cristo en la comunidad y permanecieron fieles. Misión cumplida.
Esta fiesta la celebramos el 2 de noviembre desde hace más de mil años, se dice pronto. Aunque la Iglesia, la comunidad congregada en oración, todos los días en la Eucaristía pedimos por «aquellos que reposan en Cristo», «aquellos que duermen el sueño de la fe» o «aquellos que nos han precedido y que sólo tú bien conoces».
Aunque nuestra civilización moderna quiera ocultar la muerte, y también las civilizaciones mueren, porque crea inseguridad, frustración y miedo, nosotros que basamos nuestra fe en la resurrección debemos afirmarla como un paso y un encuentro necesario para ponernos en manos de Dios definitivamente. Si entramos con fe en la muerte, rechazaremos la desesperanza y nacerá en nuestro interior el gozo de creer. Con un sentido pleno, un sentido de eternidad.
Y, porque la muerte y la vida están inseparablemente unidas, debemos de educar a nuestros hijos a asimilar la muerte de nuestros seres queridos, de los papás de sus amigos... En los hospitales debemos promover una atención sanitaria que contemple la ayuda al paciente para morir con consciencia y dignidad... En la Iglesia, en las catequesis y homilías, debemos reflexionar más para madurar sobre este paso a la eternidad... Si no, silenciaremos avergonzados el momento más trascendente de nuestra vida o lo convertiremos en una mascarada más de Halloween.
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