Cada día que estrenamos, debería encerrar sus novedades. Sobre todo, deberíamos estar permanentemente redoblando la novedad de la fe y de la esperanza en Cristo, junto al deseo de seguir construyendo su Reino. Ello significa apostar siempre por el servicio.
¿Una renovación y reforma permanentes? Sí, exactamente. Esto es lo que han deseado siempre los grandes Padres de la Iglesia. “Ecclesia semper reformanda” -decían ellos. “La Iglesia, siempre debe ser reformada”. Pero habría que empezar, antes de reformar la fachada, por renovar nuestra parcela interior. Importan, sobre todo, las “novedades interiores”, las del espíritu. La más auténtica y duradera de las reformas eclesiales se llama “conversión del corazón”...
Ciertas “novedades exteriores” a algunos nos parecen, cada día, menos novedades. Y hasta más viejas. Los maquillajes superficiales no son novedades. El “retro-progresismo” es un “ismo” muy curioso: es hacernos creer que algo está cambiando, cuando en realidad se repiten los viejos esquemas y las manías más rancias de un pasado que muchos pensábamos extinguido y superado. Ciertas supuestas novedades son como esos tornillos oxidados que nada aseguran, excepto la herrumbre.
Brindo, en primer lugar, por una Iglesia corresponsable, auténtica familia de Cristo. Apuesto por una casa sin secretismos, abierta, oxigenada, construida en un lugar visible y soleado.
Brindo, en segundo lugar, por una Iglesia sencilla, pobre y limpia. Alejada de maniobras oscuras, de complicidades raras, de tendencias partidistas, de ambiciones...
Tercero: Apuesto por una Iglesia en la que la memoria histórica sea, ante todo, Jesucristo. Un Cristo, nunca traicionado y siempre celebrado. Celebrarle a Él, no a nosotros. Y al lado de Jesucristo, reconocer y celebrar todo lo bueno, bello y verdadero que la Iglesia ha ido construyendo a lo largo de veinte siglos de andadura. Asumir los errores y males del pasado no es volver a pactar con ellos; es aprender de ellos.
Y cuarto: Apuesto y brindo, una vez más, por los documentos vivos y consoladores del Concilio Vaticano II, que no sólo no se han quedado viejos, sino que son permanente actualidad. El Vaticano II no es un furúnculo que le salió a la Iglesia en los años sesenta y que debamos extirpar. Forma parte ya de la Tradición eclesial más viva y fresca.
No brindo, evidentemente, por los pecados de la Iglesia. Por ellos pido perdón. Son mis propios pecados. Pero no me escandalizo farisaicamente de ellos.
¡Brindo, en definitiva, por ti, madre Iglesia, que tantos hijos has engendrado en el bautismo! ¡Brindo por tus bellas arrugas de madre anciana y buena!
Eduardo de la Hera
No hay comentarios:
Publicar un comentario