La Cuaresma nos habla de desiertos, de metas tan apasionantes como la de resucitar con Cristo en la Pascua y de tentaciones o espejismos, parecidos a las que rechazó el Profeta de Nazaret. El desierto es el símbolo de una búsqueda: la de “estar solos”. Solos con nuestros pensamientos, amores y desvalimientos. Estar solos no es malo, es, en ocasiones, higiénico y saludable. El desierto es una necesidad, casi una urgencia. No hay que tenerle miedo. “El desierto es bello” -dice en El principito, Antoine de Saint-Exupery. Pero el desierto con sus falsos espejismos (sus tentaciones) nos habla, ante todo, de conversión. Es una llamada a ser fieles a Dios. Metidos en el silencio del desierto, hay tiempo para tomar la vida entre nuestras manos, presentársela a Dios y preguntarnos seriamente qué es lo que estamos haciendo con ella y qué es lo que Él nos llama a hacer...
¿Y los espejismos? Los espejismos, tan propios de los desiertos, es todo aquello que puede distraernos y destruirnos. Jesús en el desierto de la “prueba” superó tres tentaciones o espejismos muy concretos, muy verdaderos, muy traicioneros: el espejismo del tener (“convierte las piedras en panes”) del impresionar con la imagen (“tírate de aquí abajo y apabúllales con un milagro”) y del dominar (“todo esto te daré, si de rodillas me adoras”). Es decir, estos espejismos, bien actuales, se llaman riquezas, éxito y tiranía. Dios nos avisa: no busquéis ahí la felicidad, porque parece que ahí está, pero no es verdad, ahí no está. Buscad la felicidad en el compartir, en la sencillez de vida y en el servicio callado...
Los males que sufrimos vienen de estas tres cosas: riquezas mal acumuladas, éxito a cualquier precio y tiranías diversas. La crisis económica, social y moral en la que estamos metidos, nos habla de que mucho dinero ha ido a parar a manos irresponsables, corruptas, tiranas. Y se ha fugado. El dinero tiene miedo, ha huido, no quiere arriesgar. Y los trabajadores pagan las irresponsabilidades, tiranías y corrupciones del liberalismo capitalista. Por eso ha dicho el Papa que la crisis es un problema moral, un problema de irresponsabilidades. Dicho en plata, un pecado. Un pecado desde el momento en que a mucha gente la crisis le está dejando tirada en la cuneta, con la noche y el día a cuestas.
Pues bien, nuestro Dios es el Dios del Éxodo, Dios de los desiertos, un Dios peregrino que hace camino con nosotros. A Dios le importa nuestra vida, y nos pide conversión. Aunque, bien aclarado: convertirnos a Él equivale a descender de nuestra cabalgadura para hacer de samaritanos, mientras vamos de camino. Samaritanos de los pobres. Pongamos rostros concretos a la crisis. No nos faltarán nombres.
Hay un slogan muy culinario por ahí que dice más o menos esto: “Somos lo que comemos, y terminamos siendo lo que hemos comido”. Debe ser una llamada a cuidar nuestra salud. Pero no os creáis eso de que el hombre es “solo lo que come”. Un materialista estaría de acuerdo con que el hombre es sólo lo que come; nosotros, no. El hombre no es solo lo que come; es lo que piensa y, sobre, todo lo que cree, aquello por lo que se entusiasma y pone toda su vida en ello. Las personas se definen por sus fidelidades, su conciencia y sus creencias. Somos aquello por lo que hemos optado...
Eduardo de la Hera
No hay comentarios:
Publicar un comentario