La celebración, el domingo 18 de Marzo, del Día del Seminario es una ocasión propicia para que toda la comunidad cristiana de la diócesis de Palencia reflexione sobre la importancia del sacerdote en la vida de cada uno de nosotros. El Día del Seminario, además, nos pide una ayuda económica para el sostenimiento de esta institución eclesial y una muestra de afecto para los jóvenes candidatos al sacerdocio y para sus profesores y formadores.
En la reflexión pastoral enviada por la Comisión Episcopal de Seminarios y Universidades, con motivo de la celebración del Día del Seminario, podía leerse: «A finales del pasado mes de Noviembre, la prestigiosa revista norteamericana Forbes publicaba una lista de las diez profesiones más gratificantes, a juzgar por el grado de felicidad de quienes las ejercían. Los sacerdotes católicos y los pastores protestantes -los clérigos- lideraban el ranking. La razón esgrimida en el artículo para justificar la felicidad inherente al ejercicio del sacerdocio consistía en que éste otorga a la vida un sentido que hace de la propia existencia algo digno de ser vivido. Sin embargo, la imagen que habitualmente se tiene del sacerdocio apunta más bien en dirección contraria. Los sacerdotes son presentados con frecuencia como hombres algo amargados, apartados del mundo y escasamente comprometidos con los problemas reales de la sociedad».
Y es que, para muchos de nuestros contemporáneos, el sacerdote es solamente el que organiza y preside algunos acontecimientos importantes, festivos o desgraciados, de la vida personal o comunitaria en el pueblo o en la ciudad. Organiza el bautismo, cuando nace un nuevo niño. Preside el matrimonio, cuando dos jóvenes deciden casarse en la Iglesia o dirige los ritos fúnebres, cuando muere alguna persona de la familia. Así comprendido, el sacerdote es un profesional de lo religioso; en último extremo, un funcionario más, como hay otros para las distintas facetas de la vida: la enseñanza, la sanidad, el comercio, las diversiones... Desgraciadamente, por influencia de un ambiente de poca valoración de su ministerio, algunos sacerdotes han llegado a hacer suya esta apreciación de los demás y llevan una vida profesional heroica muchas veces, pero falta de ilusión.
Pero es que el sacerdocio, diga lo que diga la revista Forbes, no es una profesión: es una vocación. La vocación tiene que ver con el interior de la persona, afecta a nuestra identidad profunda, dice quiénes somos en realidad, más que lo que hacemos. La vocación, toda vocación, tiene propósito de permanencia y exige exclusividad, entrega absoluta, “pasión”, en una palabra. Y en el caso del sacerdote, pasión por el Evangelio.
El sacerdote es el hombre que ha descubierto y se ha enamorado de Cristo; que ha visto en él el sentido último de su vida y de la vida de los demás; aquel que puede dar alegría y esperanza en un mundo frecuentemente amenazado por el pesimismo y la falta de sentido de la vida. «¡Y todo, ¿para qué?! Si, al final, nos morimos, y todo queda en nada...», suele ser la amarga reflexión de quienes han ido cumpliendo años y han visto cómo las ilusiones del comienzo no se han realizado del todo y el ansia profunda de plenitud y de felicidad no llegarán a ser más que unos ingenuos ideales de juventud, que la cruda realidad del mundo ha ido apagando con el paso de los años.
Ante todo, el sacerdote, en el ejercicio de su ministerio, es el que descubre que en el bautizo que realiza está derramando sobre la cabeza del niño un agua «que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 14). El sacerdote es el que descubre en la catequesis que imparte a los adolescentes una sabiduría que va más allá del saber de las ciencias humanas, capaz de transformar el mundo por el amor. El sacerdote es el que descubre que el éxito de la existencia humana está asegurado porque en el Señor resucitado ha comenzado ya una realidad nueva, el reino de Dios, que va a llegar, lo quieran o no, los hombres secularizados de nuestro mundo. El sacerdote es el que descubre que los valores y enseñanzas del Sermón de la Montaña están muy por encima de todo programa ético filosófico o político. El sacerdote es, por fin, el que puede decir una palabra de consuelo y esperanza, cuando todo parece venirse abajo por el triunfo de la injusticia, del dolor y de la muerte en este mundo.
Es decir, el sacerdote es la persona que, habiendo descubierto el verdadero rostro de Jesús -el Evangelio, en lenguaje de la Biblia- lo considera como un tesoro por el que merece la pena llevar una vida de poco relieve y brillo en nuestra sociedad, pero de gran importancia ante los ojos de Dios, de quien es, ni más ni menos, su mensajero, representante y heraldo para los demás.
Sólo desde este convencimiento se puede llevar una vida sacerdotal feliz y aceptar las renuncias y sacrificios que implica el seguimiento del Maestro. La fe en el Señor, renovada cada día por la lectura de su palabra y en la conversación amistosa con él ante el sagrario, puede decir con ilusión cada vez que celebra la misa: «anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús» y escuchar la voz callada del Señor que le responde en el silencio: “Sí, yo vengo pronto”.
Por eso, merece la pena que nosotros los sacerdotes, pero también los padres y abuelos, así como los profesores cristianos, animen a los jóvenes a ponerse a la escucha de la llamada del Señor, convencidos de que ser sacerdote, “con pasión por el Evangelio”, puede ser la primera de las diez “profesiones” -según la terminología de la revista Forbes- más gratificantes que se pueden ejercer.
Con todo mi afecto para los seminaristas y sus familias.
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