Después de las fiestas de Semana Santa y la Semana de Pascua comienzan los comentarios a aflorar, poniendo el dedo en la llaga sobre los distintos desempeños y realizaciones. Hay parabienes y quejas, algunas sin fundamento, y otros se quedan tan solo en si llovió y no pudo salir tal o cual procesión.
Todavía el gran número de curas y de unas pocas religiosas, laicos comprometidos y seminaristas han hecho posible que, en la mayoría de los pueblos con más de setenta habitantes, se hayan podido celebrar con cierta dignidad las liturgias de estos días. En algunos de ellos, a falta de sacerdote, ha sabido reunirse la pequeña comunidad parroquial para celebrar el Viacrucis, la Hora Santa, el Rosario de la Buena Muerte, o algunas piadosas procesiones. Es lo justo, pues para estas paraliturgias no es necesaria la presencia del presbítero.
Ahora bien, aún quedan costumbres seculares que son difíciles de arrancar y que la propia realidad, que es muy tozuda, terminará con ellas, no sin el enfado y la rabieta de algunos cofrades de las distintas hermandades que salpican nuestra geografía diocesana. A muchos sacerdotes nos parece extraño que haya que buscar durante tres días a predicadores que vienen a eso, a predicar, y que al final desplazan al sacerdote que durante todo el año ha estado asistiendo, desde sus posibilidades, a la comunidad parroquial.
Por otra parte, pueblos con una baja densidad de población, me refiero a menos de cincuenta habitantes, se sienten en su derecho de tener sus oficios de semana santa, con los consiguientes cabreos e insultos al cura que debe atender al menos a unas seis comunidades parroquiales. Los agravios comparativos entre unas y otras parroquias se hacen patentes. Normalmente los que más se quejan son los que menos participan y asisten a las celebraciones. Por otra parte, oyes a los párrocos hablar maravillas de pequeñas comunidades que, cuando llega corriendo de otro pueblo, se encuentra todo minuciosamente preparado, lectores designados y hasta un pequeño coro de unas cinco personas. Estas comunidades, por el contrario, suelen ser las más comprensivas, porque el que se entrega y prepara bien las cosas valora lo que cuesta todo, en esfuerzos y dedicación. Los que ni se preocupan abren la boca, a veces, sólo para criticar y en el peor de los casos para insultar. Ha ocurrido en algún pueblo que enfadados han pedido al cura su presencia y cuando ha ido, haciendo un gran esfuerzo, casi nadie ha acudido a la celebración.
Aún recuerdo comunidades parroquiales del norte de Francia o de la Republica Checa, que tenían que hacer unos sesenta kilómetros para poder celebrar cada domingo. Y estoy hablando de poblaciones de unos mil habitantes, las que se desplazaban. Se me quedó la imagen de la acogida que recibían por parte de la parroquia que recibía, cómo se abrazaban, hablaban, reían, se reconocían... Eso era fe y sentido de iglesia ¿Y nosotros? ¿Cuánto camino nos queda por hacer? ¿Estamos dispuestos?
Hay ya en algunas diócesis, también en la nuestra, que al menos todas las comunidades de una Unidad Pastoral, alrededor de seis pueblos, se reúnen para celebrar una única Vigilia Pascual, la gran celebración cristiana, y cada parroquia lleva su cirio, que luego retornará a su iglesia. Esta gran celebración refuerza los lazos de unidad: “un solo Señor, una sola Fe, un solo Bautismo”. En cambio en la capital las vigilias se dan de coscorrones celebrando pequeños grupos a escasos metros. Eso dice mucho de la falta de unidad. Mi parroquia, mi comunidad, mi movimiento... Dime con quién celebras la Pascua y te diré a quién perteneces.
Llegará el día, en que habrá una única y solemne Vigilia que se celebrará en la Catedral y todas las parroquias, monasterios de clausura, movimientos y asociaciones iremos en procesión con nuestros cirios, que alumbrarán nuestras celebraciones de pascua, los bautismos y las exequias de nuestras pequeñas comunidades. Mientras lleguen esos días debemos poner mucha cordura a tanta resaca litúrgica.
Antonio Gómez Cantero
Administrador Diocesano
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