Tienen que venir los aniversarios para que nos acordemos del santo o del personaje que toca celebrar. Ahora le toca a don Quijote, que fue todo un santo (un santo de la literatura universal, naturalmente), y que murió como un hombre bueno en su cama de la Mancha.
Un artículo del abogado Pérez-Orive me sugiere un montón de reflexiones. Dice Pérez-Orive que don Quijote puede ser modelo para todo el mundo en sus anhelos de alcanzar algo en esta tierra de desengaños. Don Quijote era un soñador a quien la dura realidad del mundo en que vivía, le hacía despertar, para volver otra vez a soñar. Un soñador al que las palizas que le propinaron, contribuyeron a que muriera lúcido y con los pies en la dura tierra. Así nos va a pasar a otros muchos.
Dice el articulista citado que don Quijote muere cincuentón, lúcido y virgen. No nos transmite sus genes, pero sí su testamento. Pide en él que no leamos libros de caballerías.
Hoy nos diría don Quijote: “No perdáis el tiempo con las series televisivas, muchas de las cuales, además de basura, os inoculan en vena sueños narcotizantes, evasiones que entontecen la cabeza y desvían el corazón”. Pero pienso que no le vamos a hacer mucho caso...
Santa Teresa está feliz porque ha cedido el testigo de las celebraciones oficiales a don Quijote. Al fin y al cabo fueron casi contemporáneos y se hubieran llevado bien (Santa Teresa, según dicen, sólo se llevaba mal con la Princesa de Éboli, que, además de tuerta, era muy meticona).
Pues bien, Santa Teresa también aprendió a leer y a soñar con las novelas de caballería, porque ella sacaba provecho de todo (estas novelas eran algo así como los tebeos que leíamos nosotros, cuando no había televisión).
Anda, que si don Quijote se hubiera encontrado, hoy, con una panda de chavales mandándose tontos mensajes a través de sus inefables aparatitos o viendo en la pantalla series insulsas, ¿qué les hubiera aconsejado?
Tal vez les hubiera dicho: “Lean ustedes algo, aunque solo sean libros de caballería”. Santa Teresa y don Quijote emplearon toda la imaginación e idealismo del que Dios les dotó en intentar reformar sociedades cerradas, círculos anquilosados y mundos corrompidos. Ambos recibieron golpes, pero finalmente murieron no sólo cuerdos (que ya lo estaban), sino manteniendo su personalidad cristiana y católica (es decir, universal). Murieron como hijos de la Iglesia. Hoy no pocos mueren sin saber de quién son hijos: si de la señora Ángela Merkel, de Cristiano Ronaldo, de los delirios nacionalistas catalanes o de los partidos que nos desgobiernan.
Hijos, en fin, de la vacía posmodernidad. Aquí también santa Teresa y don Quijote tendrían mucho que decirnos. Críticos como eran con las instituciones, sabían sin embargo, de quién eran hijos. Topaban con la Iglesia, pero acertaban a morir arropados y consolados por el manto de la madre Iglesia (aunque a veces les resultara un poco madrastra).
Comparto lo que dice Pérez-Orive: “Don Quijote tiene el gancho de ser un hombre bueno y culto, educado y valiente, al que la mayoría querría como padre”. Santa Teresa, no menos, sigue atrayendo porque trabajaba y rezaba (buena mezcla), escribía como los ángeles y pensaba como los hombres: era piadosa y práctica, inteligente y sabía sortear dificultades sin caer en las trampas que Satanás le tendía.
Hoy, a los héroes -¡qué pena!- se les identifica por las marcas que visten o por el club de fútbol en el que juegan. Y es que vivimos en otro mundo distinto, tal vez mucho más atrasado en no pocos aspectos, al que vivieron Quijano el Bueno y Teresa de Jesús.
Ah, y este año de conmemoraciones cervantinas no se olviden de Sancho, menos famoso que don Quijote, pero como fiel y práctico escudero, no hubo otro mejor.
Eduardo de la Hera
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