Nuestros embajadores, apenas cruzados los Pirineos, se encontraron con algo desconocido para los clérigos de Castilla, o conocido de oídas: el gran número de castellanos ganados para la herejía en las tierras del conde de Toulouse. ¿Qué clase de herejía? Los había de muchas clases, reunidos bajo el nombre de albigenses -en torno a la diócesis de Albi- y arropados por algunos obispos. Había valdenses y sobre todo cátaros. Una religión nueva, traída de Oriente hacia el 1140 por comerciantes o peregrinos, difundida en la segunda cruzada y arraigada en el mediodía francés. Así escribía al rey de Francia el angustiado obispo de Narbona Pons d’Arsac: «la fe católica recibe fortísimos golpes en nuestra diócesis y la barca de Pedro sufre tales ataques por parte de los herejes, que está a punto de zozobrar». En 1167 contaba con más de cinco obispos heréticos. El envio de legados pontificios, (obispos y cardenales con su séquito), los abades cistercienses reformados, las expediciones militares de 1181, y la aplicación de métodos que preludiaban la Inquisición, solo conseguían avivar un fuego que parecía no tener fin, alentado por las grandes sumas de dinero que aportaban los señores de la zona.
Diego y Domingo, avanzando por tierras francesas, van enterándose de la extensión de la crisis por las confidencias de los clérigos que se encuentran por los caminos y en los albergues en los que, el rico séquito real, se aposenta. Nos dicen los biógrafos de la época que “los corazones de aquellos hombres, no muy instruidos, se sentían oprimidos al ver aquella masa de buenas almas, engañadas”. Domingo volverá a conmoverse ante aquellas almas sedientas y hambrientas, como las que antaño socorrió en su querida Palencia.
La apariencia cristiana de los cátaros auténticos dificultaba su identificación. Hombres sencillos que compartían sus pocas riquezas, peregrinos que predicaban su doctrina, y un éxito basado en su estilo de vida. Despegados de lo material, frente a la riqueza de una iglesia jerarquizada y enriquecida. Ofrecían una salvación “más sencilla”, al “alcance de la mano”. Bastaba con rechazar lo material, incluso afirmar que Jesucristo no se había encarnado. Ser muy “espirituales”, hasta despreciar la propia vida, el propio cuerpo o la propia familia, cuyas hijas eran casi “regaladas” al mejor postor como gesto de desprendimiento. También se negaban a pagar altos impuestos, postura en muchos casos, más que justificada. El hambre, la peste y las guerras hacían muy cuesta arriba vivir en esta época. Era más atractiva una “salvación a la carta” que pagar tributos, estipendios y gastos de aquellos, que “so pretexto de largas oraciones consumían sus bienes”. Como ya había denunciado el mismo Hijo de Dios.
Fray Luis Miguel García Palacios, O.P.
Subprior del Convento de San Pablo
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