En la vida puedes tener dos actitudes, tomar las cosas por donde más queman o, por qué no, buscar otra solución, que llegando al mismo resultado al menos el recorrido puede ser más esperanzador. Cuántas personas se quedan destrozadas en el camino por actitudes negativas, cargadas de culpabilidades y sobre todo, porque se niegan a curar sus heridas, manteniendo el odio, la envidia o el desprecio. Viven en un desasosiego que al final les hace enfermar. Hay veces que cuando se cierran las salidas lógicas, una vez desbloqueadas, se nos abren infinidad de soluciones creativas e impensadas. Y es cuando realmente crecemos.
A muchos creyentes, cuando llega la CUARESMA, les pasa un poco esto que estoy diciendo. Nos ponemos a pensar sobre lo desastre que somos, lo poco que evolucionamos hacia el bien, lo cuesta arriba que se nos hace el seguimiento al Señor, la cantidad de justificaciones que creamos para tranquilizar la conciencia (de tal manera que desvirtuamos la verdad y la meta), la falta de voluntad para cumplir los propósitos que nos hacemos, el egocentrismo en el que nos recreamos, etc. En fin, todo nosotros. Simplemente, nosotros. Yo y nada más que yo.
Y claro, la Cuaresma ¡nos arruga de tal manera! que si pensamos en todo -la ceniza, los pecados, los ayunos, las zarzas que ahogan, los sacrificios, el desierto abrasador y, entre todo ello, rondando Satanás que asfixia tanto- seguramente acabamos por pasar de puntillas un año más por este tiempo de escucha. Después, las procesiones de Semana Santa, nos reblandecen de tal manera el corazón y como la Navidad nos evoca la niñez, que nos da la sensación de que somos un poco más buenos, acabando por dar al traste con cualquier intento serio de conversión.
Pues bien, hay un camino diferente. No se trata sólo de ver lo mal que estamos, que ya lo sabemos, dejémonos por un momento de mirarnos tanto a nosotros mismos, y pensemos cuando éramos realmente creyentes en dónde habíamos puesto nuestros ojos. Recordemos lo felices que éramos descubriendo ¡qué bueno es Dios! Posiblemente han pasado muchos años, pero habíamos puesto en Dios nuestra mirada y siempre sabíamos de quién nos fiábamos. Pues para comenzar esta Cuaresma te propongo un pequeño texto perdido en el medio de la Biblia, que se nos puede pasar desapercibido cuando leemos al profeta Oseas. Dios se lamentaba de su pueblo y le recuerda los inicios: «Con lazos humanos lo atraje, con vínculos de amor. Fui para él como quien alza a un niño a sus mejillas». (11, 4)
Las que sois madres o padres, ¿cuántas veces habéis alzado a vuestros hijos y habéis arrimado vuestra cara a ellos para que sintiesen la seguridad y sobre todo, todo vuestro amor? Me emociona sólo pensarlo. Pero, ¿cuándo aprenderemos a mirar con el corazón? Estos lazos humanos nos hablan de Dios. Al menos yo creo que esto es Palabra de Dios.
Cada mañana de estos cuarenta días tendremos que abandonarnos. Es decir tener la experiencia de ser criaturas en el regazo del Padre. En definitiva, este camino es una desposesión de uno mismo para ser inundado por la confianza y habitado por la ternura. También podíamos meditar el salmo 131: «Mi corazón no es ambicioso... Sino que acallo y modero mis deseos, como un niño en brazos de su madre». Actitudes de absoluta intimidad, serenidad, paz en Dios. Y aunque parezca mentira, estos textos que os propongo no son infantiloides, sino que suponen una máxima madurez, una fe incondicional y sobre todo un abandono. Y esto sí que es una buena tarea para un tiempo de lazos humanos, de vínculos de amor y sobre todo de confianza total en el que todo lo puede.
Quizás durante estos días debíamos poner un signo en casa que nos recuerde que estamos en proceso de dejarnos llevar a la mejilla de Dios. Puede ser la Biblia abierta en un lugar visible que cada semana la vas adornando con una candela, unos guijarros, unas flores secas, etc. Lo importante es recordar en qué no hemos metido y así, cada vez que nos topemos con el símbolo, nos sentiremos acariciados e inmensamente amados.
Antonio Gómez Cantero
Administrador diocesano
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