Cuando el director de cine francés Xavier Beauvois presentó en el año 2010 su película “De dioses y hombres”, volvió a conmocionar a Europa, al despertarnos la memoria dormida de aquel martirio de los siete monjes trapenses, de nacionalidad francesa, del monasterio de Nuestra Señora del Atlas en Tibhirine, Argelia. Fueron secuestrados la noche del 26 al 27 de marzo de 1996, por una veintena de hombres, capitaneados por Djamel Zitouni, jefe de los Grupos Islámicos Armados (GIA), para intercambiarlos por prisioneros de las cárceles francesas. El gobierno de Francia guardó silencio, y el 21 de mayo un escueto comunicado de los criminales corroboró una muerte anunciada: «Hemos cortado las gargantas a los monjes». Sus cuerpos aparecieron nueve días después.
Quien haya visto la película, y alguna foto de los verdaderos monjes, verán que eligieron actores mimetizados en los parecidos físicos de aquellos mártires, de tal forma, que sentías adentrarte, como en medio de un documental, a la vida entregada de aquella comunidad que de una manera silenciosa testimoniaban su fe en Cristo desde la oración y el servicio gratuito a aquella comunidad rural. Nuestros siete monjes, orando, en las tareas agrícolas y ayudando a la gente, querían mostrar que el Amor de Dios se ofrece a todos y abre caminos que hacen posible la fraternidad entre pueblos, razas, culturas y religiones diferentes. «El amor es nuestro verdadero destino -decía el también trapense Thomas Merton- y no encontramos el sentido de la vida por nuestra cuenta, sino que siempre lo encontramos junto a alguien».
El 3 de octubre, en la Catedral de Santander, se beatificó a dieciséis monjes trapenses de la Abadía de Viaceli, de Cóbreces, Cantabria, y a dos monjas del monasterio Fons Salutis de Valencia. La documentación del proceso del martirio señala que entre los días 2 y 3 de diciembre de 1936, estos monjes fueron asesinados después de haber sido expulsados del monasterio y de haber sufrido vejaciones y ultrajes. Llevados a bordo de una barcaza fuera de la bahía de Santander, fueron arrojados al mar con pesados lastres atados a los pies. Todos eran españoles, de distintas provincias, tres de ellos palentinos: Fr. Eustaquio García, de Támara de Campos, 45 años; Fr. Marcelino Martín, de Espinosa de Villagonzalo, 23 años y Fr. Ezequiel Álvaro, de Espinosa de Cerrato, 19 años.
Como se espera de un monje, era gente sencilla, silenciosa, orante y trabajadora. En concreto, los de Cóbreces, eran trabajadores del campo y de la fábrica de queso que posee la abadía y que empleaba y emplea a los vecinos del pueblo. Y como relatan los testigos que les conocieron no tenían «ningún tinte político». Como todos los monjes, buscan la verdadera sabiduría y se niegan a sí mismos. Combaten la soberbia y el pecado con una humildad serena, con una simplicidad gozosa y con una fecunda obediencia. Saben que son peregrinos y buscan la sencillez de corazón para vivir en comunión fraterna con todos, con los de dentro y con los de fuera.
El padre Christian-Marie Chergé, prior del monasterio de Argelia, que le gustaba decir a su comunidad: «somos orantes en medio de un pueblo de orantes», refiriéndose al Islam, escribió unos días antes de morir: «desearía que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordaran que mi vida estaba entregada a Dios y a este país. Que aceptaran que el único Señor de toda vida no podría permanecer ajeno a esta partida brutal. Que oraran por mí: ¿cómo podría ser hallado digno de tal ofrenda? Que supieran asociar esta muerte a tantas otras igualmente violentas, relegadas a la indiferencia del anonimato».
Carlos Boyero, haciendo la crítica “De dioses y hombres”, el 14 de enero de 2011, confesaba que «de entrada, no me apetece ver retratos de gente ataviada con sotanas... En cualquier caso, estos personajes ejemplares fueron exterminados por la barbarie fundamentalista, el odio ciego al extranjero que practican los ortodoxos salvapatrias. Palabra de agnóstico». Pues eso, que a los monjes de Cóbreces también les pasó lo mismo, lo que pasa es que se nos hace un nudo en la garganta y se nos encoje el corazón, porque tanto los asesinos como los asesinados son de los nuestros.
Antonio Gómez Cantero
Administrador Diocesano
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