El 24 de septiembre entré en el centro penitenciario de la Moraleja. Mañana clara y soleada. Amabilidad por parte de todos los funcionarios y mucho orden. Pasé por alguna puerta giratoria y crucé dos patios ajardinados e iluminados con frescos en las paredes. Iba a celebrar la fiesta de Nuestra Señora de la Merced.
Fui con los sacerdotes que atienden el centro a un salón multiusos en donde íbamos a celebrar la Eucaristía. Comenzó a llenarse paulatinamente de las personas que están cumpliendo sus penas. La mayoría saludaban con una educación exquisita. Detrás del altar, un grupo de “evangélicos” acom-pañó la celebración con sus guitarras y sus cantos. Se sentía la pasión y el fervor.
Se estaba a gusto. Les dije que las palabras son como un cuenco de barro que contienen dentro otras muchas acepciones. Que Merced es Misericordia y esta Compasión, que ésta es cercanía, ternura, compromiso, ante cualquier sufrimiento, cualquier desgracia, y también ante el pecado y el vacío existencial que tantas veces nos desestructura y nos produce ruinas interiores y exteriores, muchas veces difíciles de superar. Jesús nos enseñó que nuestro Dios es compasivo y misericordioso. ¡Cuánto nos queda por aprender!
Mi amigo Ibrahim, que es musulmán, me dijo la víspera en la parroquia que iban a celebrar la “Fiesta del Cordero o del Sacrificio”, que conmemora la sumisión de Abraham (casualmente Ibrahim, en árabe) a Dios que le ordena sacrificar a su hijo. Como Ibrahim no vaciló en sacrificar a su hijo, porque antes está la voluntad de Dios que la nuestra, es para los musulmanes el modelo del creyente. Y para los judíos, y para los cristianos... nuestro Padre en la fe.
Pues bien, sabiendo que en el centro también hay musulmanes, les dije que al salir de la Misa les felicitasen, pues ellos como nosotros celebraban ese mismo día la misericordia de Dios para con nosotros. No en vano, su libro sagrado, el Corán, comienza: «En el nombre de Alá, el compasivo y misericordioso». Compasión y Misericordia van unidas de la mano y son la esencia del Corazón de Dios.
Por eso Jesucristo, cuando nos contó la parábola del buen samaritano nos enseñó a ser misericordio-sos. Un hombre destrozado, herido, vejado, despreciado, a la orilla del camino... aparentemente muerto. Pero para Dios ¡nadie está muerto! Pasaron por allí entendidos en la ley de Moisés (escri-bas), sacerdotes y personas relacionadas con el culto (levitas)... es decir personas que se suponía sabían mucho de Dios y que tenían un trato “directo” con él... pero pasaron de largo.
En cambio, un extranjero en Israel, un samaritano, de otra religión, pisando tierra peligrosa, odiado y no bienvenido en aquellos caminos de una nación en guerra psicológica -y alguna que otra paliza- con la suya, Samaría... Pues bien, nos dice Jesús, que aquella persona se acercó, miró, tuvo compa-sión y se le llevó con él. ¡Ejerció la misericordia! Según la conclusión del entendido de la ley.
Todos nosotros, seamos del pueblo que seamos, si creemos en Dios, «el compasivo y misericordioso» ¡para todos! debemos ejercer la misericordia para al menos parecernos una pizca a Dios.
Pero, para ser misericordioso es necesario que nosotros mismos hayamos experimentado la misericordia. Creéis que el joven herido, casi muerto, de la cuneta de la parábola del buen samaritano a partir de entonces ¿no cambiaría su corazón y su vida? En este sentido, acoger la misericordia, ex-perimentarla en uno mismo, es fuente de impulso y anuncio misionero del perdón y del amor.
En la oración del “Magníficat” que proclamamos en el Evangelio del jueves pasado, María, a voz en grito, anuncia a su prima Isabel que la misericordia de Dios «llega a sus fieles de generación en generación». Por eso no temamos que Dios nos haga Misericordia para que, podamos nosotros también ser artesanos de la misericordia, alfareros de ese cuenco de barro lleno de buenas acciones para todos los que nos rodean.
Antonio Gómez Cantero
Administrador Diocesano
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