En España se nos ha poblado el horizonte de ideologías y de pactos. La derecha gana elecciones y, luego, no puede gobernar. La izquierda, ansiosa de poder, se marca un baile de pactos con cualquiera que entra en el salón de baile. No es que la derecha no quiera bailar: es que aquí, según parece, pocos quieren bailar con ella.
Es el signo del momento histórico. Parece que el bipartidismo da una tregua, y nos ocurre algo parecido a lo que sucede en algunos países europeos. Viene a España la “señora del pacto”. Los entendidos analistas dicen: «Es lo que toca, la “cultura del pacto”». Ahora a todo se le llama “cultura”.
Es verdad que la política es el arte de gobernar a los pueblos. Los pactos, en ocasiones, son necesarios. Nada tendría de particular lo de “pactar para gobernar”. Pero, ¿no les parece a ustedes que habría que aparcar más las ideologías? Todavía pesan mucho aquí, en el solar patrio, las ideologías. Y no precisamente para unir, sino para dividir, que es lo malo.
¿Y la Iglesia?
La Iglesia sólo está para “anunciar a Cristo”, no para entrar en pugna con las ideologías al uso. Ni las de un color ni las de otro. Mejor, así.
Dice Pablo de Tarso, en su Carta a los Romanos (1,16), que él no se avergüenza del evangelio. ¿Cómo va a avergonzarse del evangelio quien cree que el evangelio es mensaje de salvación, de felicidad y de vida?
El evangelio siempre es “buena noticia”, pero solo para aquellos que experimentan la necesidad de acogerlo. El evangelio no satisface a los satisfechos. Sobre todo, a los que ya tienen su propia ideología excluyente. El evangelio tampoco está para competir con nada ni con nadie. Cristo no vino a competir, sino a salvar.
El mensaje de Jesús no quiere competir con las ideologías en la pretensión de ganar adeptos o de imponerse por la fuerza. Mucho menos, quiere Jesucristo competir con las personas, sean estas del color ideológico que sean. Pero, aun no estando el evangelio para competir, sí que puede poner en cuestión ciertas ideologías o estructuras viciadas, corrompidas y violentas. Puede y debe hacerlo. El evangelio es la “sal de la tierra”, no el azucarillo del café con leche.
El evangelio no es ni siquiera una de tantas verdades como se nos ofrecen, cada día, en los mercados de este mundo; el evangelio es la gran verdad que pone en cuestión a todas las otras verdades. Y es que el evangelio es la Palabra de Dios que a todos ilumina y juzga. Con el evangelio los creyentes podemos (y debemos) discernir todas las propuestas que se nos hacen con ribetes o vitolas de verdad. Pero con una condición: la de que no “ideologicemos” el evangelio mismo.
Decía Karl Barth, afamado teólogo protestante, que el evangelio no es solo la puerta; es también el quicio que nos permite abrir la puerta. El evangelio nos permite adentrarnos con confianza en todas las disputas. San Pablo, gran polemista, lo sabía bien. Pero -como él mismo decía- no se trata de sumar otra disputa a las muchas que ya existen. Dios no discute, tan solo se nos da como Don.
En las confrontaciones del cristianismo con las ideologías habría que dar siempre el mismo aviso: Cristo no necesita ser defendido. Sólo, ser anunciado. Pero Cristo siempre sostiene y defiende a todos los que le escuchan e intentan poner en práctica sus enseñanzas. También está con aquellos que, desde el noble ejercicio de la política, se empeñan en servir a la ciudadanía. Y no servirse de la ciudadanía (y de la política) para sus propios y a menudo inconfesables fines.
Eduardo de la Hera
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