El pasado Jueves Santo se celebró, en la vaticana Basílica de San Pedro, la Santa Misa Crismal, una fecha especialmente señalada para todos los presbiteros. En su Homilía, Benedicto XVI, lanzó a todos los sacerdotes un importante mensaje, y no dudó en preguntarse si “los sacerdotes ¿somos también consagrados en la realidad de nuestra vida? ¿Somos hombres que obran partiendo de Dios y en comunión con Jesucristo? Con esta pregunta, el Señor se pone ante nosotros y nosotros ante Él: ¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con Él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?”.
Como expresa el Papa, todos los sacerdotes requieren un vínculo interior, una configuración con Cristo y, con ello, la necesidad de una superación de si mismos, una renuncia a lo que es solamente suyo, a la tan invocada autorrealización. Se pide a los sacerdotes no reclamar la vida para si mismos, sino ponerla a disposición de otro, de Cristo. No preguntarme “¿qué gano yo?”... sino más bien “¿qué puedo dar yo por Él y por los demás?” O más concretamente, “¿cómo debe llevarse a cabo esta configuración con Cristo, que no domina, sino que sirve; que no recibe, sino que da? ¿cómo debe realizarse en la situación a menudo dramática de la Iglesia de hoy?”
Sería un error simplificar este problema. ¿Acaso Cristo no ha corregido las tradiciones humanas que amenazaban con sofocar la palabra y la voluntad de Dios? Sin duda SÍ. Así lo hizo para despertar nuevamente la obediencia a la verdadera voluntad de Dios, a su palabra siempre válida. A Él le preocupaba precisamente la verdadera obediencia, frente al arbitrio del hombre. Y Él era el Hijo, con la autoridad y responsabilidad singular de desvelar la auténtica voluntad de Dios, para abrir de ese modo el camino de la Palabra de Dios al mundo de los gentiles. Y así concretó su mandato con la propia obediencia y humildad hasta la cruz. No mi voluntad, sino la tuya: ésta es la palabra que revela al Hijo, su humildad y a su vez su divinidad, y nos indica el camino.
Debemos recordar permanentemente que la fidelidad humilde a Jesús, y no la desobediencia al Magisterio, es lo que trae el verdadero cambio en la Iglesia. Los sacerdotes deben tener presente en el diario sacerdocio que todo anuncio debe confrontarse con la palabra de Jesucristo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16). No anunciamos teorías y opiniones privadas, sino la fe de la Iglesia, de la cual somos servidores.
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