domingo, 27 de noviembre de 2011

En el Cottolengo

Pasé el fin de semana en aquella casa, en el corazón de las Hurdes, con unos jóvenes. Es la primera vez que me acercaba a un Cottolengo, es más, no sabía bien lo que era. Aquel edificio se asomaba a un inmenso desnivel del terreno, el sonido de un tortuoso río bramaba en la profundidad. Al entrar nos recibía una frase en la pared: “Para mí todo el mundo se reduce a amar a Dios y a los pobrecitos por amor de Dios; pero con amor de obras, no de palabras” Jacinto Alegre.

Una comunidad de cinco religiosas atendía a cerca de cuarenta personas. Algunos son jóvenes, inmóviles en sus sillas de ruedas. Algunos no hablan, no ven, o el cuerpo se niega a estar quieto en un constante retorcerse sobre sí mismo. Estos eran los “pobrecitos”: po-breza material, pobreza física y pobreza psíquica. “Son como nosotros -me decía una her-mana- ellos nos muestran sus limitaciones y nosotros las escondemos, esa es la única diferencia”.

Se llaman Servidoras de Jesús del Cottolengo del Padre Alegre y viven de la Providencia, es decir, nunca piden nada. El Señor les envía lo necesario para vivir en esa gran familia. Cada uno ayuda como puede al otro. No atesoran y nunca les falta, aunque pasen estrecheces. Sólo piden que las personas que acogen tengan una enfermedad incurable y sean pobres, aquellos que no puedan entrar en otros centros. “Así somos más libres -decía otra hermana- sólo dependemos del Amo de la Vida que da lo necesario al que se lo pide”. Ni subvenciones, ni subsidios, ni pensiones... pero no hay desamparo y sí mucha alegría, una profunda alegría en todos ellos, y en los que nos acercamos, que sólo puede provenir de la profundidad del Amor. Todo es Gracia. 

EZCA

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