viernes, 5 de octubre de 2012

A los 50 años del Concilio Vaticano II

El 11 de octubre de 1962 el Papa Juan XXIII, después de tres años de preparación, inauguraba solemnemente el Concilio Vaticano II. Han pasado 50 años, y no vamos a repetir el tópico: “Parece que fue ayer”. Algunos éramos estudiantes, y lo recordamos muy bien. Hemos vivido el Concilio, el posconcilio y estamos viviendo ahora las puntualizaciones que, según dicen, hay que hacerle al Concilio.

Desde la conciencia de que hemos de ser, además de obedientes, audaces y emprendedores, quisiera desgranar aquí algunas reflexiones sobre lo que ha sido, sin duda, el acontecimiento más grande del siglo pasado. Y quisiera, a la vez, apostar por lo que, según pienso, debería seguir siendo este mismo Concilio, sin miedos ni reticencias.

Primero: El espíritu de los que vivimos el Concilio es el que nos ha alentado durante muchos años a seguir trabajando en la viña del Señor con una confianza inmensa y una fe inquebrantable en Jesucristo. Y también nos ha animado un deseo sincero de renovar y reformar la Iglesia. Nadie, excepto los lefevrianos (y sus amigos), pensaron en rupturas o desobediencias al socaire de los nuevos vientos.

Segundo: La mayoría de los que nos hemos dejado la piel en el trabajo apostólico (sacerdotes, religiosos y laicos), hemos intentado ser fieles a lo que colegialmente hemos discernido, en cada momento, que era lo mejor para nuestras Iglesias locales.

Tercero: Pienso que las sangrías que, en los años posteriores al Concilio, han herido a la Iglesia (secularizaciones, deserciones, descristianización), no tienen como causa las enseñanzas del Concilio, sino la torpeza de los cristianos y de muchos de sus pastores. Y también hay que ir a buscar su origen en la fuerza arrolladora de acontecimientos históricos que nos han desbordado a todos. Supongo que a estas alturas nadie echará la culpa de la falta de vocaciones al espíritu del Concilio.

Cuarto: Los que hablan de la necesidad de otro Concilio habría que preguntarles: “¿Y para qué, si aún tenemos en los documentos del Vaticano II todo un potencial de enseñanzas a medio desarrollar?” Adviértase que la Iglesia, después de cada Concilio, aunque este sea sólo pastoral, enseña y orienta, anima e impulsa con la perspectiva de muchos años venideros. Algunos dicen que las opiniones del Concilio sólo han sido eso: “opiniones que tuvieron suerte”. No es verdad. La Iglesia a partir de los concilios “enseña”, no “opina”. Otro Concilio podría servir, hoy, para dar “marcha atrás” y perder, tal vez, los trenes de la historia.

Y quinto: Somos muchos los que pensamos que un Concilio no es una ruptura con las enseñanzas fundamentales del evangelio. Ni con lo esencial que predica y vive la Iglesia. Pero un Concilio siempre constituye un paso adelante, y, en ocasiones, puede proponernos una nueva formulación en muchos aspectos de la comprensión, vivencia y celebración de la fe cristiana. Así han sido siempre los concilios en la Iglesia: un paso hacia el futuro.

Cuando, hoy, no pocos han querido retorcer el espíritu del Concilio, para volver a una imposible época preconciliar, habría que seguir diciendo (aunque suene a demasiado solemne) que, gracias a la fe, tal y como la expresó el Vaticano II, y gracias a todo un trabajo pastoral llevado a cabo por muchos hermanos nuestros, la Iglesia ha llegado al Tercer Milenio. Con luces y sombras, sí; pero, también, con nuevos impulsos y, sobre todo, siendo ella misma, la Iglesia con la que soñó Jesús de Nazaret: el Cristo viviente y su Espíritu que siempre la acompañan.

Eduardo de la Hera Buedo

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