viernes, 19 de octubre de 2012

A 50 años



“El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz. Doctrina, que comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; y que, a nosotros, peregrinos sobre esta tierra, nos manda dirigirnos hacia la patria celestial. Esto demuestra cómo ha de ordenarse nuestra vida mortal de suerte que cumplamos nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo, y así consigamos el fin establecido por Dios.

Significa esto que todos los hombres, considerados tanto individual como socialmente, tienen el deber de tender sin tregua, durante toda su vida, a la consecución de los bienes celestiales; y el de usar, llevados por ese fin, todos los bienes terrenales, sin que su empleo sirva de perjuicio a la felicidad eterna”.

Esto mismo dijo el Papa Juan XXIII en su discurso durante la inauguración del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962.

A mi, me pillo sin haber nacido. Y como muchos de mi generación (y alguno de otras anteriores) conozco los textos del Vaticano II... principalmente de oídas. No es cosa buena esto. Por que según a quién oigas... así son las oídas.

Y también conozco lo que de allí salió escrito... de leídas. Estás con un texto que marca un pie de página de la Lumen Gentium; te encuentras un párrafo de la Gaudium et Spes... Lecturas parciales con las que se hace difícil lograr una visión de conjunto.

Una de las cosas que me planteo con este Año de la Fe... es la de saldar la cuenta con el Concilio Vaticano II. Y acercarme a los textos... como si fueran nuevos. Como si estuvieran recién sacados de imprenta en su primera edición.

Sin prejuicios, ni ideas preconcebidas... dejándome iluminar por lo que entonces descubrieron los Padres Conciliares y nos propusieron a todos los “peregrinos en esta tierra”.

Domingo Pérez

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