En España hemos asistido, en los últimos años, a unos cambios sociales rápidos y profundos. A no pocos estas corrientes de aire los han acatarrado y privado de voz. No sólo han cambiado las costumbres y valores, sino que la vida cotidiana de las gentes ha dado un profundo vuelco. También se ha transformado el sentimiento de pertenencia a una fe religiosa, a una parroquia y a una Iglesia.
La aconfesionalidad del Estado (bien recibida en su momento) nos viene desde los años en que, habiendo estrenado democracia, los españoles nos dimos una Constitución que pretendía superar enfrentamientos civiles. No olvidemos que la ley de libertad religiosa, primero fue votada por la Iglesia católica en el Concilio Vaticano II; más tarde llegó a una España que, durante bastantes años, sólo había conocido el nacional-catolicismo.
Entre los cambios más recientes de los que algunos (no muy mayores) hemos sido testigos, podemos destacar la relación entre cristianismo y sociedad. Muchos, creyentes y no creyentes, no acaban de entender cuál es su puesto en la sociedad de hoy. Me pregunto por qué tendremos tanta dificultad (al menos en la práctica) para distinguir conceptos tan elementales como “sociedad”, “Estado” y “gobierno”. ¿Intereses políticos?, ¿prejuicios ideológicos?, ¿mala fe?, ¿ignorancia jurídica?
Nos enseñaron que antes que el Estado y, por supuesto, mucho antes que un gobierno, está la “sociedad”. En la sociedad española, guste o no, hay muchos ciudadanos que profesan el catolicismo, con más o menos coherencia (pero esta es otra cuestión).
Todo gobierno bien nacido (con sus partidos opositores y demás grupos) tienen la obligación de servir a la sociedad, y deben reconocer (y respetar) el credo religioso mayoritario que se profesa en ella. Respetar también sus símbolos, y no parapetarse detrás de la “libertad de expresión” para atacarlos impunemente. Vean las blasfemias que un pregonero, con la venia del “alcalde rupturista” de Santiago de Compostela, ha excrementado últimamente en un discurso que él mismo (para más “inri”) ha llamado “apostólico”. No son los únicos insultos.
Cualquier gobierno que quiera ganarse un prestigio, debe ante todo mostrarse exquisitamente respetuoso con la libertad de conciencia de todos y cada uno de sus ciudadanos. ¿Es tan difícil entender esto? Mirando la cara que ponen algunos políticos y la praxis de los mismos, parece que sí.
La sociedad es anterior al Estado. Y el Estado está para servir a la sociedad, hoy plural en ideas y creencias, aunque con una fuerte presencia católica. No todos los ciudadanos son católicos; pero los que lo son deben ser respetados profundamente y no tratados marginalmente.
¿Qué nos insultan? Miremos para otro lado (nos dicen algunos).
¡No, mil veces! Los católicos no tenemos por qué huir con nuestras creencias al desierto. No tenemos por qué escondernos en ninguna sacristía. Con nuestra fe (y no a pesar de ella) somos ciudadanos de pleno derecho. Con humildad, pero sin complejos.
¿Perdonar? Sí, pero solo a los arrepentidos; no a los que alardean de sus insultos y encima los revisten con una capa dorada y muy cotizada: “¡Son libertad de expresión!”.
En una sociedad democrática, las aportaciones de los católicos deberían verse como algo normal y hasta muy útil para dicha sociedad. Lo que sí es peligroso (y sospechoso) es que los católicos tengamos que claudicar por miedo al griterío de ciertos colectivos que, aun siendo minoritarios, vocean mucho, representan poco y encima andan bien subvencionados.
Eduardo de la Hera Buedo
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