A los cristianos nos distinguen por la Cruz. Decía Odo Casel, sabio benedictino, que somos “el ejército de la Cruz”. De la Cruz desnuda. “Sin adornos ni postizos”, como le gustaba decir al poeta León Felipe. “Que se vean desnudos los maderos. Desnudos y decididamente rectos”. La Cruz, con mayúscula, en atención al que cuelga de ella.
Antes de que la Cruz fuera trasladada al lábaro triunfante de Constantino, en el siglo IV, los cristianos ya la habían llevado en su cuerpo, al ser, como su Maestro, injustamente maltratados, atropellados y cosidos al bendito madero. Muchos cristianos de entonces (y de ahora) fueron testigos martiriales. Sangre anónima, sin historia ni memoria...
Shiller, el poeta alemán (autor de la letra de la “Oda a la alegría”), decía que la Cruz reúne, en una misma corona, la doble palma: la de la humillación y la de la fuerza. Antes lo había dicho ya san Pablo, cuando distinguía en la Cruz los que ven en ella sabiduría y fuerza de Dios de los que sólo perciben escándalo y necedad.
Goethe decía que el cristianismo encierra el mérito de haber reconocido que hay en el sufrimiento algo divino, al igual que en la pobreza y el escarnio. El escritor lo veía como un avance en la larga historia de los humillados. Ustedes deben saber que, antes de que se levantara la Cruz en el Calvario, los pobres y débiles, los excomulgados y descartados de este mundo, habían sido tachados o descalificados públicamente como “des-graciados” (o sea, no agraciados) y hasta como “malditos de Dios”.
Pero desde Jesucristo para acá, podemos decir que Dios se ha abrazado a la humanidad desvalida. Aunque primero tuvo Dios-Padre que rehabilitar públicamente a su Hijo, levantándolo del sepulcro “al tercer día”.
Desde entonces, Dios está con ellos: con todos los crucificados. Y si Dios está con ellos, nuestro Dios es un Dios que se abraza al misterio del sufrimiento humano. Una religión así -dice Goethe- no puede retroceder: Una vez que apareció, no puede volver a desaparecer, dado que el sufrimiento es patrimonio de la humanidad...
No es fácil aceptar esto del “Dios que sufre”, ya que durante mucho tiempo hemos construido, de la mano de Santo Tomás de Aquino, una impecable teología metafísica de puras esencias aristotélicas. Nos parecía indigno de Dios mezclarlo con el sufrimiento humano. No sé por qué. Dios es Dios, y sin dejar de serlo, se ha hecho, en su Hijo amado, hombre llagado y aplastado por las potencias de este mundo de idólatras. Como decía Unamuno en su Salmo III: “Por gustar, ¡oh, Impasible!, la pena quisiste penar. Te faltaba el dolor que enajena, para más gozar. Probaste el sufrir, y sufriste vil muerte en la cruz. Y al espejo del hombre te viste bajo nueva luz”. Es en este mismo Salmo donde don Miguel nos deja unos versos (al final del mismo) que le sirvieron de epitafio para su tumba de Salamanca: “Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar; dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar”.
Cuesta recuperar la dureza y oscuridad del Viernes Santo. Adorar a un crucificado siempre fue locura original. Algo novedoso, revolucionario y muy duro. Pero muy cristiano. Muy nuestro.
El cristianismo es esto. Una dialéctica o interrelación inseparable entre muerte y vida, cruz y resurrección, fracaso y triunfo. El cristianismo es Pascua. Morir para vivir. Toda una paradoja. El Dios infinito se auto-limita en la Cruz de su Hijo y sufre con él.
Y, unido a él, sufre también con nosotros. Insondable y consolador misterio. Misterio para caer de rodillas ante la Cruz y el Crucificado. Sin decir nada. Sólo, con las manos extendidas, adorando y agradeciendo al feliz Madero. ¡Buena Pascua, 2018!
Eduardo de la Hera
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