Si le tuviéramos que exponer con máxima brevedad lo esencial del cristianismo al hombre de hoy, tan apresurado y ocupado, ¿qué le diríamos? ¿Con qué palabras le sintetizaríamos la fe en Dios, en Cristo y en su Iglesia? ¿Cómo vivir esta experiencia?
Estas preguntas se las hacía ya, hace 50 años, un profundo teólogo jesuita, el alemán Karl Rahner. Decía él, refiriéndose a Dios, que, aunque no pocos le tengan olvidado, todos le necesitan. Unos conscientemente y otros sin darse cuenta. Todos, de un modo u otro, remitimos las experiencias de nuestra vida más íntima y personal al Misterio que nos sobrepasa y envuelve. Los creyentes le llamamos Dios.
A no pocos, desde luego, les gustaría tener a Dios en el bolsillo como portan el teléfono móvil de las llamadas y mensajes. Tener a Dios domesticado. O, al menos, preparado, para responder a cualquier pregunta, duda o necesidad urgente. Como urgente es la vida que vivimos. Pero Dios se resiste a ser manipulado. Dios nos sobrepasa. El misterio de su Ser inefable nos desborda. Nada raro. Somos sus criaturas. No somos iguales a Él. Somos hijos, pero nunca seremos dioses, aunque más de uno exija pleitesía.
No nos damos cuenta de que Dios ha querido permanecer envuelto en la nube del Misterio para hacernos ver que Él es el absolutamente Otro, y que está más allá de nuestros cálculos, intereses y martingalas. Dios no se deja instrumentalizar. Aunque algunos hasta lo empleen como recurso para hacer la guerra.
Dios enseguida nos pone en nuestro sitio y reclama de nosotros lo único que le podemos ofrecer: la fe que depositamos en Él, la esperanza fuerte en medio de las oscuridades y tormentas, y el constante amor o caridad en las pequeñas cosas de cada día.
¿Y qué decir de los que carecen de toda fe religiosa? También aquellos que no creen en Dios se sienten envueltos en ese misterio que es la vida. Creyente o no, nadie puede sustraerse al misterio: o sea, a lo más sagrado e irreductible que hay en lo profundo del ser y del existir. Y en lo más hondo del mundo que nos envuelve y sorprende.
Sin embargo, para acoger a Dios, es imprescindible aceptarlo como es y cultivar un mínimo de interioridad y de silencio. Y, ¡claro está!, dar el salto de la fe o aceptación de su Persona. Quizá en otras épocas, con menos estrés y más sentido religioso, hombres y mujeres, aun cuando también encontraban dificultades, sabían volver la mirada a Dios con más facilidad. Hoy tal vez nos cueste mucho hacer este esencial ejercicio. Somos ciudadanos atareados, con prisa, muy ocupados. Algunos, muy ocupados en no hacer nada de provecho. Pero ocupados, al fin y al cabo.
¿Y Jesucristo? Jesucristo y su santo Espíritu son quienes nos ayudan a ponerle rostro a Dios y a llamarle por su verdadero nombre: “¡Padre!”. Si Jesús no hubiera venido de parte de este Padre, ¿qué podríamos nosotros decir de Dios mismo? ¿Y qué podríamos explicar de nosotros, pobres criaturitas, más allá de que somos un saco de piel, carne y huesos con ansia de eternidad?
Y la Iglesia, ¿para qué está? Buena pregunta.
La Iglesia no es otra cosa que nuestra universal familia de creyentes y bautizados. Así de sencillo. Pero si no vivimos unidos a nuestra propia comunidad de fe, ¿en dónde vamos a poder hacer experiencia de Dios? Necesitamos un grupo de referencia.
A los que aman la vida, pero viven estresados, les decimos: ¡Merece la pena frenar las prisas para abrirnos al Misterio de Dios! Hoy, vivir esta experiencia me parece algo esencial, si queremos huir de la trampa deshumanizadora que nos acecha cada día, y no perder el sentido de la vida.
Eduardo de la Hera
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