Entre las nuevas palabras que el diccionario de Oxford ha incorporado a su ya amplia lista de vocablos, podemos encontrar la de “posverdad” (post-truth). Cada cierto tiempo las grandes academias de la lengua, las enciclopedias del lenguaje, los bruñidores de palabras nos sorprenden con neologismos.
Decir que vivimos en la “posverdad” es tanto como afirmar que ha llegado la época de la verdad humillada, manipulada y silenciada. Es como si nos dijeran: “Andáis metidos en un bosque oscuro de mentiras amañadas y bien aprovechadas por los que tienen la sartén y el mango también”. Ojo al parche, porque nos va a tocar separar mucha paja del pequeño y verdadero grano de trigo.
Se dice que la verdad de los análisis desapasionados sobre hechos objetivos influye menos en la opinión pública que las emociones y la propaganda. Por Internet circula, cada día, un montón de insultos y descalificaciones sobre personas e instituciones (entre otras, sobre la Iglesia) que influyen más en lo que la gente opina que la pura y sencilla verdad de lo que la realidad suministra.
Parece que la verdad ya no es importante ni relevante. Y como todos vamos por la vida con bastante prisa, no hay tranquilidad, ni tiempo, ni a veces ganas de discernir y buscar serenamente lo auténticamente verdadero para separarlo del matojo enmarañado de intereses con que, cada día, nos llegan los mensajes.
La posverdad es la mentira o falsedad mil veces repetida y ampliada. Son las medias verdades echadas a rodar, como bola de nieve, por la pendiente de la actualidad. Las “medias verdades” pueden ser peor que “mentiras redondas”, y acaban arrastrándonos por la ladera abajo. Como un alud nefasto. En política la verdad se ha devaluado tanto que pasa ya por ser una moneda sin valor alguno.
Hay un refrán que dice: “Cuando el río suena, agua lleva”. Pero ¡cuidado!, porque el río puede también sonar sin llevar agua. Basta con remover las piedras del cauce seco de un arroyo para hacer ruido.
La época de la posverdad se caracteriza por agitar y remover mucho cualquier impactante noticia (si es escandalosa, mejor) para que la gente se forme una opinión distorsionada, alejada de la verdad entera. Es más cómodo aceptar acríticamente el chisme, el bulo, la descalificación que pararse a discernir para ver si lo que nos llega tiene siquiera un ápice de verosimilitud. Así es como tantas veces se hace daño a las personas y a la verdad misma.
«¿Qué es la verdad?» -preguntó el escéptico Pilatos ante un Hombre que había fundamentado sus enseñanzas en la verdad de su vida y que había dicho aquello de «la verdad os hará libres». Pilatos no recibió respuesta, porque los escépticos no creen en la Verdad, así con mayúscula. Tratándose de Dios, que es la Verdad misma, es ella la que nos sale al encuentro y nos abraza. Lo dijo san Agustín, apasionado buscador de Dios.
Buscar la verdad exige esfuerzo y hacer silencio interior. Algo que hoy se lleva poco o nada. Buscar la verdad reclama abandonar supersticiones, idolatrías y talismanes, de los que está lleno el mercado. Lo avisó san Pablo: «Vendrán tiempos en que se apartarán de la verdad y darán crédito a las fábulas» (2ª Tm 4, 3-4). Estos tiempos parece que ya han llegado. Estamos en la “posverdad”.
¿Y qué ha sobrevenido después de la verdad? Nada bueno. La globalización de la mentira, la charlatanería y el ruido. O sea: la estúpida mensajería de lo superficial.
Eduardo de la Hera
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