La creciente pérdida de la dimensión trascendente del ser humano en nuestro entorno social ha agudizado todavía más, lo que el Papa Francisco denomina, “la soledad del ser humano”. Esta idea ya la había desarrollado la filósofa Hannah Arendt, discípula de Heidegger, cuando hablaba de la “nostalgia de Dios”. Quienes nos dedicamos a la tarea social, dentro de la Iglesia, sabemos muy bien que, o se mira al ser humano sufriente desde el ángulo de Dios o se queda abandonado a sí mismo en la sórdida intemperie del mundo. Si observamos el famoso cuadro de Rafael que representa la Escuela de Atenas, vemos en el centro a Platón y a Aristóteles. Mientras el primero apunta con el dedo hacia lo alto, diríamos al mundo de las ideas habitado por los dioses, el segundo tiende la mano hacia el observador, hacia el horizonte habitado por los hombres, es decir, hacia la realidad concreta. Quizá, en estas dos direcciones, se encuentre la clave de una buena Pastoral Social.
Aunque Hannah Arendt no hablara de Dios, su pensamiento reconoce la nostalgia de Dios en su valiente defensa del ser humano y de su razón. Sin Dios no sabemos quiénes somos, no sabemos quién es el hombre. La filosofía de Arendt parece insinuar su confianza y su gratitud por el regalo de ser. Su fe en la justicia, en la verdad, en todo lo que hace grande y bueno al hombre la convirtió en una incomprendida que se alejaba del pensamiento de nuestra época que tiende a reducir la grandeza y el misterio del ser humano. Por eso, su búsqueda de la verdad evoca algunas rendijas por las que se abre a una realidad trascendente, a un misterio inabarcable, a Dios. Su visión del hombre es esperanzadora porque no confía solamente en sus propias capacidades, sino en algo que está más allá de sí mismo y deja espacio al misterio, a su “impredecibilidad”. El verdadero mal, para el hombre, es renunciar a ser hombre, es hacerse superfluo como ser humano y esto ocurre cuando el hombre sólo confía en sí mismo.
El Papa Francisco, en el discurso pronunciado en 2014 ante el Parlamento Europeo, habla de esta “soledad del ser humano” que se ha agudizado con la crisis económica y que conlleva una desconfianza cada vez mayor en sí mismo. Hay un cansancio general, un envejecimiento en la sociedad europea que trae consigo la pérdida de la fertilidad y de vida. Los grandes ideales sociales se han ido ahogando en la tecnología y en la burocracia. Los estilos de vida se vuelven egoístas (la vida ya no se percibe como un don), opulentos con un consumo obsesivo y exagerado e indiferentes hacia el mundo circundante que tiene como lógica consecuencia la cultura del descarte.
Hannah Arendt y el Papa Francisco coinciden en una gran verdad. Es necesaria y urgente una orientación antropológica auténtica (EG 55) que evite el reduccionismo del ser humano a un mero bien de consumo y supere sibilinos modos de descarte de aquellos seres humanos que no sirvan en este nuevo engranaje social. Los cristianos hemos de “preocuparnos por” los enfermos y abandonados, los “sin techo”, los presos, la mujer maltratada, los migrantes, los niños y mayores, los desheredados y más pobres de la tierra, etc. Y lo hacemos porque está en el ADN del cristianismo de todos los tiempos. Pero la Pastoral Social debe “cuidar la fragilidad” tanto, de todos estos colectivos sociales como de las personas, con sus rostros, miradas y nombres concretos. De este modo, protegeremos su memoria y haremos crecer su esperanza (EG 209). No se trata de hacer por hacer, sino de actuar con fino sentido de humanidad. Una dirección hacia lo alto; otra dirección hacia lo concreto para evocar por las rendijas de la humanidad a un Dios que se hace cargo del presente y que devuelve incansablemente al ser humano de su dignidad.
Jesús Manuel Herreros
Pastoral Social
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