martes, 14 de febrero de 2017

Llevar la Cultura del Encuentro a las calles [De la Homilía en la Fiesta de Nuestra Señora de la Calle]Esta luz no es para meterla debajo de la cama o del celemín, sino para ponerla encima de la mesa y que ilumine a los demás. Ese es nuestro reto hoy. Salir, salir de nuestras casas y templos a las calles, como y con María, la Virgen de la Calle. Salir llevando a Jesucristo, el que es la luz del mundo, para que viendo vuestras buenas obras den gloria al Padre celestial. No se trata de hacer proselitismo, sino de que el hombre se abra a Dios en quien está la felicidad ya sus hermanos. La calle hoy, no es sólo ese espacio asfaltado o empedrado, donde paseamos, están los comercios, los bares, las oficinas... Es el espacio de la convivencia humana, donde nos encontramos las personas, personas distintas, de ideologías, creencias, culturas distintas y donde todos tenemos que convivir en justicia, paz y fraternidad. Hoy estas nuestras calles de nuestros barrios, ciudades y del mundo entero bajan revueltas; se ve cómo se cierne sobre nosotros nubarrones oscuros, hay miedos y recelos, tensiones, hay heridas del pasado no cicatrizadas, guerras como las de siempre y nuevas, como la guerra económica ya en el telar, hay dolor, muerte, refugiados, desplazados, pobreza; entre nosotros, los españoles, están el riesgo de separatismo, ambiciones de poder, corrupción, desilusión, muchas lágrimas ocultas por violencias domésticas, por desamor, falta de empleo, despoblación de nuestros pueblos y ciudades... ¡Qué poca alegría verdadera y auténtica se palpa hoy en nuestra sociedad! Llenamos nuestras calles de luces para ver en la noche, para iluminar monumentos, pero cuánta oscuridad hay por los corazones. Cuántas luces ilusorias que después defraudan, y no crean vida, porque donde hay luz hay vida. Pero no podemos resignarnos a vivir en la oscuridad. Nuestros ojos están hechos para ver, no sólo para llorar. ¿Qué hacer? Primero: Asumir los conflictos, no perder la calma, no dejarse llevar por los nervios. Nuestros tiempos no son peores que los pasados. Los tiempos no son malos ni buenos; los hacemos buenos o malos los hombres. Y segundo: salir al encuentro como nos dice el papa Francisco. Salir como discípulos misioneros llevando a Cristo, el único salvador, la luz del mundo, y crear una cultura del encuentro, de la fraternidad, de la alegría y la esperanza. No podemos quedarnos en nuestras casas, en nuestras iglesias, grupos y movimientos lamentándonos, lamiéndonos las heridas, en permanente duelo. Cuántas personas como Simeón, hombre religioso y lleno de esperanza contra toda esperanza, esperan el Consuelo de Israel, esperan en Dios, esperan en nosotros, los cristianos, esperan en los hombres y mujeres sensatos y de buena voluntad. Salir, salir al encuentro, no esperar a que vengan, nos pidan favores y ayuda. Crear una cultura del encuentro. La cultura del encuentro nos llama a ver en el otro un hermano, no un enemigo o simple adversario, sea quien sea, sin descartar a nadie, abiertos a todos; es buscar y favorecer consensos y acuerdos para lograr una sociedad justa, “memoriosa y sin exclusiones”, como dice el Papa; es buscar más allá de nuestros propios intereses; trabajar para que cada uno pueda expresarse sin ser insultado o condenado, agredido o descartado, porque cada uno tienen su lugar; es reconocerle al otro su derecho a ser él mismo, a ser diferente, respetar sus derechos, dejar espacio al otro para que el otro mejore, crezca, madure y se desarrolle como persona con un trabajo digno, con una familia a la que quiera y en la que se sienta querido y reconocido. Es buscar que todos se abran a Dios, que no es enemigo del hombre, sino Padre misericordioso que no quiere otro bien y otra gloria sino el bien y la vida de sus hijos, el que nos hace hermanos de verdad. Y todo entraña dialogo, apertura, capacidad de sufrimiento, de paciencia, perdón, en definitiva de amor entregado, un amor como el de Jesús, un amor como el de nuestra Madre la Virgen de la Calle. La Virgen de la Calle nos pide hoy que los cristianos seamos hombres y mujeres que como Simeón y Ana, dóciles al Espíritu Santo, acogen a Cristo en sus brazos y en sus vidas, con alegría, asombro y pasión; que seamos como Simeón, creyentes que bendecimos a Dios en nuestras vidas; que seamos como Ana, que hablamos con obras y palabras de Cristo, sin ocultar su nombre, a los que esperan la liberación; que seamos como María y José, cristianos. que llevan a Cristo en sus brazos y en su corazón para entregarle y nosotros con Él a los demás. Si así lo hacemos, cuando nos llegue la hora de dejar este mundo, lo haremos en paz porque nuestros ojos han visto y amado al Salvador, al que es la Luz de Dios, al Resucitado. Nuestro gozo y alegría.

Esta luz no es para meterla debajo de la cama o del celemín, sino para ponerla encima de la mesa y que ilumine a los demás. Ese es nuestro reto hoy. Salir, salir de nuestras casas y templos a las calles, como y con María, la Virgen de la Calle. Salir llevando a Jesucristo, el que es la luz del mundo, para que viendo vuestras buenas obras den gloria al Padre celestial. No se trata de hacer proselitismo, sino de que el hombre se abra a Dios en quien está la felicidad ya sus hermanos.

La calle hoy, no es sólo ese espacio asfaltado o empedrado, donde paseamos, están los comercios, los bares, las oficinas... Es el espacio de la convivencia humana, donde nos encontramos las personas, personas distintas, de ideologías, creencias, culturas distintas y donde todos tenemos que convivir en justicia, paz y fraternidad. Hoy estas nuestras calles de nuestros barrios, ciudades y del mundo entero bajan revueltas; se ve cómo se cierne sobre nosotros nubarrones oscuros, hay miedos y recelos, tensiones, hay heridas del pasado no cicatrizadas, guerras como las de siempre y nuevas, como la guerra económica ya en el telar, hay dolor, muerte, refugiados, desplazados, pobreza; entre nosotros, los españoles, están el riesgo de separatismo, ambiciones de poder, corrupción, desilusión, muchas lágrimas ocultas por violencias domésticas, por desamor, falta de empleo, despoblación de nuestros pueblos y ciudades... ¡Qué poca alegría verdadera y auténtica se palpa hoy en nuestra sociedad! Llenamos nuestras calles de luces para ver en la noche, para iluminar monumentos, pero cuánta oscuridad hay por los corazones. Cuántas luces ilusorias que después defraudan, y no crean vida, porque donde hay luz hay vida. Pero no podemos resignarnos a vivir en la oscuridad. Nuestros ojos están hechos para ver, no sólo para llorar.

¿Qué hacer? Primero: Asumir los conflictos, no perder la calma, no dejarse llevar por los nervios. Nuestros tiempos no son peores que los pasados. Los tiempos no son malos ni buenos; los hacemos buenos o malos los hombres. Y segundo: salir al encuentro como nos dice el papa Francisco. Salir como discípulos misioneros llevando a Cristo, el único salvador, la luz del mundo, y crear una cultura del encuentro, de la fraternidad, de la alegría y la esperanza. No podemos quedarnos en nuestras casas, en nuestras iglesias, grupos y movimientos lamentándonos, lamiéndonos las heridas, en permanente duelo. Cuántas personas como Simeón, hombre religioso y lleno de esperanza contra toda esperanza, esperan el Consuelo de Israel, esperan en Dios, esperan en nosotros, los cristianos, esperan en los hombres y mujeres sensatos y de buena voluntad. Salir, salir al encuentro, no esperar a que vengan, nos pidan favores y ayuda. Crear una cultura del encuentro.

La cultura del encuentro nos llama a ver en el otro un hermano, no un enemigo o simple adversario, sea quien sea, sin descartar a nadie, abiertos a todos; es buscar y favorecer consensos y acuerdos para lograr una sociedad justa, “memoriosa y sin exclusiones”, como dice el Papa; es buscar más allá de nuestros propios intereses; trabajar para que cada uno pueda expresarse sin ser insultado o condenado, agredido o descartado, porque cada uno tienen su lugar; es reconocerle al otro su derecho a ser él mismo, a ser diferente, respetar sus derechos, dejar espacio al otro para que el otro mejore, crezca, madure y se desarrolle como persona con un trabajo digno, con una familia a la que quiera y en la que se sienta querido y reconocido. Es buscar que todos se abran a Dios, que no es enemigo del hombre, sino Padre misericordioso que no quiere otro bien y otra gloria sino el bien y la vida de sus hijos, el que nos hace hermanos de verdad. Y todo entraña dialogo, apertura, capacidad de sufrimiento, de paciencia, perdón, en definitiva de amor entregado, un amor como el de Jesús, un amor como el de nuestra Madre la Virgen de la Calle.

La Virgen de la Calle nos pide hoy que los cristianos seamos hombres y mujeres que como Simeón y Ana, dóciles al Espíritu Santo, acogen a Cristo en sus brazos y en sus vidas, con alegría, asombro y pasión; que seamos como Simeón, creyentes que bendecimos a Dios en nuestras vidas; que seamos como Ana, que hablamos con obras y palabras de Cristo, sin ocultar su nombre, a los que esperan la liberación; que seamos como María y José, cristianos. que llevan a Cristo en sus brazos y en su corazón para entregarle y nosotros con Él a los demás. Si así lo hacemos, cuando nos llegue la hora de dejar este mundo, lo haremos en paz porque nuestros ojos han visto y amado al Salvador, al que es la Luz de Dios, al Resucitado. Nuestro gozo y alegría. 

+Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia


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