Para poder gobernar un país y mejor servir al bien común, es necesario sentarse a dialogar. Entenderse. Poner en común lo que une. No empeñarse en restregar constantemente lo que divide o separa. Pensar en la ciudadanía más que en los intereses del propio partido.
Los partidos, hoy, están llamados a entenderse. Pero no se entienden entre ellos, porque sólo se escuchan a sí mismos. ¿Cómo van a escucharse aquellos que ni siquiera se miran de frente?
Escuchar es receptividad. Es captar lo que el otro trasmite. Aunque el “otro” sea mi contrincante, y hasta milite en un campo diverso al mío. En democracia puede haber sensibilidades, proyectos diversos; pero nunca enemistades. Todos los representantes del pueblo deberían ser amigos para poder mirar en la misma dirección, y así tener delante lo que verdaderamente importa al pueblo.
Sin una escucha atenta del otro, no hay diálogo ni comunicación. Los hay que, antes de que tú hayas terminado de expresarte, ya se te han echado encima con una réplica: “No, no y no”. Cada uno se atrinchera en su posición, y así es imposible ponerse de acuerdo ni para gobernar un país, ni para gobernar una casa, ni siquiera para gobernar un modesto club de fútbol. Todo viene del mismo problema: la partitocracia. Poner el propio partido político por encima de lo que importa a la ciudadanía. O algo peor: colocarse uno a sí mismo por encima del propio partido.
¿Han visto ustedes cómo se miran nuestros representantes? Parece que se odian. Juegan a espiarse. Se dan con el codo. Se arrojan encima, unos a otros, toneladas de palabras inútiles. Rebuscan la frase, el latiguillo, la punzada descalificadora. A veces, se gritan. No se miran al fondo de los ojos.
¿Por qué no regalar una sonrisa en vez de tanta acidez? ¿Por qué no obsequiar con inteligencia y reconocimiento al otro, antes de lanzarle el consabido y tópico discurso hiriente?
Oscar Wilde, el famoso escritor británico, estaba convencido de esto mismo: la gente no escucha cuando se le habla, porque está pensando en sus cosas. Para demostrar su convicción contaba a sus amigos una anécdota que él aseguraba haber vivido en primera persona. Una vez, él tuvo que asistir a una fiesta de sociedad, y por diversas causas llegó tarde. Verán lo que se le ocurrió. Le contó a su anfitriona una terrible excusa. Le dijo a la buena y encopetada señora: «Matilde, discúlpame: llego tarde porque he tenido que enterrar a una tía mía que acabo de matar». A lo que la dignísima dama le contestó: «No se preocupe: lo importante es que usted haya venido». Añade Oscar Wilde: «Ni siquiera me escuchó; estaba maquillándose la cara».
¿Cómo van a escuchar (o mirarle a usted) los que siempre se están mirando al espejo?
Algo parecido le pasó a Molière, el autor francés de comedias dieciochescas. Molière -según dicen- tenía mucho miedo a los médicos (él escribió obras de teatro como El médico a palos y El enfermo imaginario). Una vez que se quedó en la cama por estar con gripe, le dijo a su mujer que había llamado al médico para que le visitara: «Querida, no dejes que entre; dile que estoy enfermo, y que ya iré yo a visitarle cuando mejore». Su mujer, ni corta ni perezosa así se lo espetó al médico, quien contestó: «Está bien; que pase mañana con la receta del seguro».
Vivimos en un mundo de locos. Cada uno va a lo suyo. Cuando no se escucha, la respuesta es “salirse por peteneras”. Los voluntariamente sordos nunca se entenderán con nadie. Aunque tengan mil teléfonos para llamar, responder y mandarse todo tipo de mensajes.
Siéntense, por favor, tómense una tacita de tila, y empiecen a dialogar para entenderse un poco. A todos nos iría mejor.
Eduardo de la Hera Buedo
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