Después del breve viaje que, este verano, el Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha girado por España, se ha despedido de nosotros con este religioso deseo: “¡Dios salve a España!”. Pues sí, Dios salve a España.
A muchos católicos nos parece bien que un señor tan importante hable de Dios en público, siempre y cuando no sea para “utilizar su nombre en vano”. Porque, claro, a Dios se le puede invocar para bien o para mal: para desear lo mejor o para hacer lo peor (por ejemplo, para matar o tachar al prójimo en su nombre). Hoy nos hemos levantado con la violencia en un paseo de veraneo: en la bella y vecina Niza francesa, con ese camión, blanco por fuera y negro de armas por dentro. Y con un individuo descargando fuego y odio por la ventana del vehículo. Otra locura.
A los estadounidenses no les causa extrañeza el que públicamente se hable de Dios. Pero a muchos españoles, sí. ¿Saben por qué?
Hay toda una corriente (pienso que es “una corriente fría”) en la que se nos dice que, para que la democracia funcione, lo mejor es que Dios esté callado y que no se deje ver mucho. Sobre todo, en público. O sea, que si lo escondemos en las iglesias, muchísimo mejor. Alguno me dirá, tal vez con razón: “El problema no es de Dios, sino de sus representantes...”. Pero el discurso que hoy “vende” en España, es este: Dios, sí; pero mejor de puertas adentro. Dios, en la vida privada. No, en la calle. La calle la tienen tomada otras pancartas.
Hoy, en España, políticos y ciudadanos (de izquierdas y de derechas) “esconden” en sus discursos a Dios. Aunque a no pocos les gusta que a ellos se les vea en las iglesias, presidiendo muchos actos, procesiones, casi siempre detrás de un santo (rescatado de la hornacina del altar sólo una vez al año), un santo inofensivo, al que se venera yendo detrás con un cirio que arda mucho (los políticos no se contentan con una vela pequeña).
¿Y todo para honrar a Dios? Me parece que no. Más bien, para que los vean a ellos y el pueblo les regale un poco de pleitesía religiosa.
Pero luego, en la calle, lo que se dice en la calle (en público), Dios cuenta poco. Y las enseñanzas del evangelio, menos todavía. El evangelio es “demasiado fuerte” -dicen- para vidas débiles. El evangelio es demasiado elevado para vidas ramplonas, montadas sobre intereses de todo tipo. En esto tienen razón. Aguar el evangelio es lo peor de todo (peor que echarle agua al vino, que ya es decir).
Pero me ha gustado lo dicho por el Presidente de los Estados Unidos. Pues sí, señor Obama, “Dios salve a España”. Dios nos salve a todos: a los blancos y a los negros, a los policías y a los que debemos ser protegidos por ellos...
¿Y de qué nos tiene que “salvar Dios” a los españoles? O lo que es lo mismo: ¿Qué medios debemos poner nosotros para que Dios pueda salvarnos?
Primero: Dios nos salve de las dos Españas que todavía colean. “Una de las dos ha de helarte el corazón” -decía Machado. Aunque a mí me parece que hoy debe de haber tantas Españas como intereses hay entre los españolitos.
Segundo: Dios nos salve de los nacionalismos ciegos, que van a lo suyo, siempre rencorosos, siempre reivindicándose contra supuestos agravios, y como si se les debiera hasta el aire que respiran, cuando, por cierto, el aire Dios nos lo da a todos gratis.
Tercero: Dios nos libre del mal. De la violencia que llevamos dentro y de la que nos amenaza desde fuera.
Cuarto: Dios nos libre de tener que volver a “repetir elecciones”, porque ¡ya está bien! Se nos van a rebelar hasta las urnas, y estas nos van a decir: “¿Otra vez volvéis con la papeleta en la mano? Dejadnos descansar un poco...”.
Y quinto: Dios nos salve a todos, si algún día llegamos a pensar que ni siquiera necesitamos del Dios único y verdadero para ser salvados. Si llega ese día, ya se encargarán de “salvarnos” otros dioses (los del dinero y la política) al precio que ellos pongan.
¡Buen verano y felices vacaciones!
Eduardo de la Hera Buedo
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