Parece que aquí, en España, no hay muchas ganas de superar errores nefastos, memorias de devastaciones e interminables rencores. Algunos políticos y ciertos ciudadanos, al amparo de una ley, nos quieren enredar en la memoria selectiva del pasado. Todo a cuenta de lo mismo: aquella maldita guerra que enfrentó a los españoles, y que algunos se resisten a enterrar.
Hay una memoria que no construye nada, sino que escarba con saña en el pasado para remover rencores y cosechar réditos políticos. Y no me refiero a los que sólo quieren enterrar con dignidad a sus muertos: algo comprensible.
En las guerras civiles, aunque haya “vencedores”, todos pierden: pierden, por supuesto, las víctimas y también sus familias; pierden los hijos y nietos de la contienda que tienen que soportar una prolongada hipoteca de desavenencias y enfrentamientos dolorosos.
Todas son, en definitiva, heridas mal cicatrizadas. ¿No es hora ya de levantar, de una vez, la bandera de la reconciliación?
En España no participamos directamente en la II Guerra Mundial; ya tuvimos bastante con nuestra propia y sangrienta guerra civil (un millón de muertos). Se hizo una transición, en la década de los setenta, cuando murió el General Franco, con el propósito de dar un paso reconciliador y sanador hacia adelante. Pero ahí sigue, según parece, el cáncer abierto de la división cainita. Algunos -lo digo sin ánimo de polémica- cultivan con ahínco una “memoria rencorosa” e inquisidora. Me duele que vuelva un incruento “ajuste de cuentas” (aunque solo sea para cambiar el nombre de una calle).
Al Papa Francisco le han otorgado el Premio Europeo “Carlomagno” por su conciencia europeísta. Por recordarnos a todos lo que Europa, en esta hora de la historia, está llamada a ser, a desarrollar y a cuidar. Voz profética la del Papa, en el guirigay de una Europa más pendiente de los intereses del dinero, de la influencia y del poder, que del humanismo cristiano, espíritu con el que la Unión Europea nació.
Después de la II Guerra Mundial, en la que naciones, pueblos y familias se enfrentaron, este Papa ha hecho un llamamiento a la reconciliación y también a ser generosos con aquellos desgraciados que, cada día, huyen de las masacres actuales: refugiados de guerras y hambrunas. Sirios, iraquíes, coptos de Egipto, etc.
Reconciliación y generosidad -ha sido el “leit motiv” de las palabras del Papa Francisco, el 6 de mayo pasado, con motivo de la entrega del premio “Carlomagno”. El Papa, citando al escritor y premio Nóbel judío Elie Wiesel, autor de la famosa trilogía “Nigth“ (“La noche”) y superviviente de Auschwitz, nos invita a realizar una terapia: lo que Wiesel llama la “transfusión de la memoria”...
¿Cómo entender esta transfusión? La memoria -dice el Papa- nos tiene que llevar a preguntarnos por “la voz de nuestros antepasados”. Pues bien, ¿qué nos dirían ellos, las víctimas de los bandos enfrentados?
Supongo que nos hablarían, ante todo, de no volver a repetir las mismas locuras. Dice el Papa en el discurso a los representantes europeos (pero nos viene como anillo al dedo también a los españoles): “La transfusión de memoria nos libera de esa tendencia actual a obtener rápidamente resultados inmediatos sobre arenas movedizas...”.
¿No estaremos también aquí en España llamados a hacer un ejercicio generoso de reconciliación? Si con la excusa de la “memoria histórica” nos empeñamos, cada día, en desenterrar hachas de guerra o recuperar los “viejos cuchillos, que están tiritando bajo el polvo” (como decía bellamente una víctima, el poeta García Lorca), poco vamos a poder avanzar hacia el mañana. Añadiremos un problema más a los muchos que España tiene en esta hora de desconfianzas políticas, incertidumbres económicas y pérdida de valores humanos. Caminaríamos por “arenas movedizas”. Nos volveríamos a hundir en el piélago oscuro de la miseria.
Necesitamos con urgencia transfusiones de sangre nueva. Un cambio de actitud que regenere, en nuestra España, la vieja y podrida sangre del rencor.
Eduardo de la Hera
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