«TU MISERICORDIA»
Mons. Manuel
Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia
Mons. Manuel
Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia
Estos días que rodean al comienzo de mi servicio episcopal en Palencia los estoy viviendo intensamente y en plenitud. Con mucha alegría por ir a compartir la fe y el camino con los palentinos, pero también con un poco de pena por dejar la tierra cántabra. En medio muchas llamadas, muchas cartas, muchos correos electrónicos, mensajes, algunos viajes cortos. También diversas despedidas de amigos, compañeros, parientes, vecinos, antiguos feligreses, religiosos y religiosas y de los sacerdotes de la Diócesis de Santander, con nuestros querido D. Manuel Sánchez Monge a la cabeza. También, cómo no, he visitado enfermos, ancianos en sus residencias y la cárcel. Y, cómo no, mi encuentro con la Diócesis de Palencia.
Pero, en lo más profundo de mi corazón, anidan siete convicciones y sentimientos que quiero compartir durante dos números de Iglesia en Palencia con vosotros.
l Indignidad. Ante Dios nadie es digno de nada. Él nos hace dignos. Lo decimos cada vez que nos acercamos a la mesa eucarística tomando prestadas las palabras del centurión romano: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo...» (Mt 8, 8), y las de Isabel, la madre de Juan, el Bautista: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1, 43).
Me miro a mí mismo y, humildemente, es decir, andando en verdad, tengo que reconocer lo que soy: una criatura, un hombre, un pecador, una persona limitada, frágil, caduca, mortal, pero un cristiano amado, perdonado, acogido ,guiado, sostenido y acompañado por Dios y su misericordia, por su favor providente. Pero también, reconozco que el amor de Dios ha llegado a mí por mis padres, hermanos, familia, educadores, comunidades parroquiales, personas incluso no creyentes. Soy, y creo que lo podemos decir todos, somos el fruto de trabajo, amores, sudores y alegrías de muchos.
l Gratitud. Estoy convencido de que lo más importante en toda vida e historia humana, también en la mía, lo que le da densidad y peso específico, no es tanto lo que uno ha conseguido con su trabajo, lucha, inteligencia, relaciones, sabiduría e industria, que no hay que despreciar porque también es importante, sino lo que uno ha recibido como don. Pensemos: ¿Quién se ha dado a sí mismo la existencia? ¿No la hemos recibido de Dios a través y por medio del amor de nuestros padres? ¿No hemos recibido como don este mundo, esta sociedad, con sus lacras y heridas, pero también con sus logros y alegrías, y sus posibilidades? ¿No es, acaso, la familia para la mayoría de las personas un don permanente que nos ayuda a ser lo que somos, a crecer y soñar, que siempre está ahí, que nunca abandona, especialmente en situaciones límites de dolor, angustia, paro, necesidad? Y ¡qué decir de la Fe, el Bautismo, el Evangelio y la Iglesia! ¿No es el mayor don, porque nos hablan del amor de Dios y de Dios Amor sobre el que podemos edificar nuestra vida personal y comunitaria como sobre roca firme y mirar confiados, a pesar de todos los pesares, las circunstancias más difíciles, incluso la muerte y más allá de la muerte, la vida eterna? No en vano la oración cumbre de la iglesia es una acción de gracias al Padre, por el Hijo en el Espíritu Santo, realizada desde la alegría, la confianza la unión y el amor agradecido.
Yo deseo y quiero vivir y servir desde la lógica del don, no la del interés propio, que contamina todo.
l Confianza en Dios y en la misión. No llego a Palencia para realizar mi obra, ni mis planes, ni a realizarme yo como persona, sino a colaborar en la misión de Cristo, que es la de la Iglesia, la de la comunidad cristiana y que consiste en evangelizar, es decir, llevar y ofrecer a todos la alegría, la misericordia fiel del Padre que se refleja en el rostro de Cristo.
Recuerdo que una vez un sacerdote venerable y amigo me dijo: “Mira, en ocasiones queremos, después de haber trabajado, sudado, amado y sufrido, recoger y agavillar el fruto y sentirnos satisfechos. Hoy, teniendo en cuenta los tiempos recios que vivimos, debemos sentirnos contentos por poder sembrar la semilla del reino, y hacerlo con alegría y esperanza. Caerán granos en el camino, o entre las piedras, o se los comerán las aves, pero también hay tierra buena, dispuesta a coger la semilla y producir cosecha, pero nada debe quitarnos la paz. Y además, aunque no produzca fruto, siempre podemos mirar, admirar y contemplar la semilla que Dios ha puesto en nuestras manos y confiar pacientemente en su potencia como el grano de mostaza o en la levadura que transforma la masa”. Un cercano viernes oraba la Iglesia con unas palabras del profeta Habacuc: «Aunque la higuera no echa yemas y las viñas no tienen fruto, aunque el olivo olvida su aceituna y los campos no dan cosechas, aunque se acaban las ovejas del redil y no quedan vacas en el establo, yo exultaré con el Señor, me gloriaré en Dios mi salvador. El Señor soberano es mi fuerza; él me da piernas de gacela y me hace caminar por las alturas» (3, 15-19).
Os abro mi corazón y mi alma. Rogad a Dios por mí como yo ruego por vosotros para que juntos gocemos y llevemos la alegría del amor de Dios y el gozo del Evangelio.
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