Hay un pan que sabe a lágrimas: el de los que mueren en el intento de conseguirlo.
Un día decidieron salir de su patria, buscando un porvenir. ¿Y qué se encontraron? Detrás de sus sueños jóvenes, agazapados como serpientes venenosas, había un señor que les estafó o les cobró un dinero abusivo por trasladarlos. Más allá, había una barca cochambrosa, hacinada de hambrientos. Y como meta les esperaba un mar que les sepultó.
Un agua salada, amarga de lágrimas, se tragó ilusiones, juventud y proyectos. Todo se acabó en alta mar bajo un cielo de tormenta, plomizo y cerrado.
Es la historia de miles de africanos. Triste relato que nos conmueve por poco tiempo. Nos estremecen momentáneamente los nuevos éxodos, las estadísticas de la pobreza emigrante; pero enseguida olvidamos. Nos espera el siguiente espectáculo.
Y cuando no se nos habían borrado de la retina las imágenes, casi ya habituales, de cadáveres flotando en el mar, sobreviene un terremoto espantoso sobre uno de los países más pobres, pacíficos y bellos del mundo: Nepal, con sus blancas montañas del Himalaya al fondo. Lugar de turismo. Refugio de culturas y religiones pacíficas, plenas de ancestral sabiduría, como es el budismo.
Reconstruir el Nepal les costaría un dinero que no tienen, porque son pobres. Pobres sin más contemplaciones ni connotaciones. Que nadie se lo eche en cara. Son honrados trabajadores. No tienen la culpa de ser pobres. Arañan la tierra. Siembran y cosechan. Y comen también un pan amargo, escaso y duro de trabajos. Un pan que les cuesta la vida a los viejos. Y a los jóvenes les plantea dilemas como este: o te quedas aquí y mueres pobre, o emigras y pereces en el intento.
No es lo mismo tener hambre que morir de hambre. No es lo mismo hacer dietas a base de pan moreno y zumos de naranja que comer el pan con lágrimas y los pies sangrando de tanto caminar, buscando trabajo, casa y un colegio para el niño.
Dice el Papa Francisco que deberíamos mojarnos todos para ir apuntando otro mundo en el que sea noticia no que baja la bolsa, sino que un anciano muere de soledad. O que una barca infame vuelca en el mar y se traga a un joven (o a diez mil) de veinte años con sueños de futuro. O que una mujer se ahoga en ese mismo mar con un niño en su vientre. Pero mientras tengamos un mundo en el que son noticia, sobre todo los mercados, más noticia que la pobreza, ¿qué se puede esperar?
¿No les parece a ustedes que vivimos bajo el imperio absoluto del dinero? Domina la especulación financiera. ¿Quién organiza el mundo?
A cualquiera se le ocurre pensar que, mientras no ataquemos las causas estructurales de la desigualdad y, sobre todo, mientras huyamos de cambiar el corazón para convertirnos al Reino de Dios, el mundo seguirá así por mucho tiempo. Y todos tendremos nuestro merecido. Deberíamos empezar por sacarle brillo a algunos valores y palabras que se nos han deslucido bajo la costra de nuestro bien administrado egoísmo.
La verdadera fe nunca es cómoda ni individualista. La fe auténtica pone la cabeza a pensar en cristiano, el corazón a amar como amó Jesucristo y las manos a trabajar para cambiar el mundo. “Dadlos vosotros de comer, porque podéis hacerlo” -decía Jesús.
Sin tierra, sin techo, sin salud para la mayor parte de los habitantes de este mundo, sólo queda esperar una tierra de violencia, de muertes prematuras, de refugiados y prófugos.
¿De verdad queremos otro mundo donde el pan nuestro de cada día se comparta y no haya nadie que tenga que comerlo con lágrimas?
Eduardo de la Hera
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