La muerte es el mar oscuro al que nos arroja el huracán del tiempo. Un mar extenso, profundo, misterioso. La muerte es ese monstruo que se lo traga todo y no devuelve nada. Con harto dolor lo vemos y sufrimos todos los días. Y, cuando la muerte viene después de haber vivido una vida larga (aunque siempre la vida nos parece corta) decimos que “menos mal”, que es “el precio que pagamos a la condición humana”. Lo peor es, cuando llega en la juventud. O después de una larga y penosa enfermedad.
Hay una desproporción entre los anhelos del corazón, que aspira a la inmortalidad, y las arrugas y goteras que los años van dejando en el cada vez más desconchado edificio de nuestro cuerpo. Por eso la muerte, por más que sepamos que a todos alcanza, siempre nos repugna, siempre la vemos como la que nos asalta traicioneramente. “Como ladrón en la noche” -que decía Jesús. Así viene ella con la guadaña preparada. A todos acecha. Aunque cuando siega de un tajo cualquier vida joven, entonces algo se revuelve dentro de nosotros, algo que se parece a la impotencia, a la rebeldía, a la rabia. Y también, a la amargura, al escepticismo, a la derrota.
Sólo podemos aguardar el cielo desde la esperanza en Aquel que ha vencido, de una vez para siempre, a todos los poderes y tiranías de este mundo. Y la peor tiranía es, sin duda, la que impone la muerte no deseada, fuera de lugar, acelerada tantas veces por las matanzas, injusticias y desigualdades que nos atropellan a diario.
Cuando se estrenó en España la película de Mel Gibson, “La Pasión”, con mucha sangre, torturas y cruz, algunos contemporáneos se apresuraron a decir que los cristianos sólo creemos en la sangre y en la muerte. Pues, no, señores críticos de arte. Los cristianos, ante todo, creemos en el Señor de la Vida. La cruz sólo es el paso hacia la luz. No somos “carne de sepulcro”; somos “carne resucitada”. Aunque bien sabemos que, para resucitar, hay que morir primero. Como le ocurrió a Él.
Esta palabra, “esperanza”, tan nuestra, tan cristiana, no debiéramos dejarla caer ni perder. Charles Peguy, el poeta francés, la guardaba como un tesoro. “Cristianos, que nada ni nadie os arrebate vuestra esperanza” -decía él. Aunque, bien es verdad, que la palabra “esperanza” hay que colocarla al lado de esta otra: “activa”. O sea, esperanza activa y vigilante. Una esperanza de brazos cruzados no sería esperanza; sería holgazanería. Y tampoco puede hablar de esperanza quien no se entrena para ayudar a otros a resucitar un poco más cada día.
Bueno es que, en estas fechas graves de noviembre, que giran en torno a la Conmemoración de los Fieles Difuntos, demos alguna vuelta a reflexiones como estas: brevedad de la vida, precariedad de las dichas y gozos (aunque también afortunadamente de los sufrimientos), fragilidad de nuestros proyectos. Aunque siempre con la mirada puesta en Aquel, más grande que nuestra pequeñez y más fuerte que nuestra debilidad. Todo, sí, se va desmoronando. Los antiguos representaban al tiempo (Kronos) con un reloj de arena, para recordarnos que nuestros días están tasados.
Sólo la fe en el Resucitado nos hace decir con san Pablo: “Muerte, ¿dónde está tu victoria?”
Eduardo de la Hera
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