Tres personajes, resaltados en la liturgia dominical del Adviento, nos ayudan a preparar los caminos del Señor en este tiempo de gracia y conversión. El primero pertenece de lleno al Primer Testamento: el gran Isaías de Jerusalén. El segundo se alza como puente entre los dos Testamentos, Juan Bautista. Y la tercera, la figura más emblemática, María de Nazaret, la Madre del Mesías, que brilla con luz propia en el Segundo Testamento.
Isaías de Jerusalén vivió el siglo VIII a.C. Alguien ha calificado a este profeta con razón como el fenómeno teológico más prodigioso del Primer Testamento. Habló como nadie del Dios de los Padres, del Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Criticó con especial dureza la obcecación del pueblo judío y su incapacidad para convertirse de veras. Ensalzó al santo resto, que iba a acoger las promesas divinas y a mantener altas las esperanzas del pueblo. Pero lo que más nos interesa aquí es destacar sus bellísimos y veracísimos oráculos mesiánicos.
Como ningún otro profeta anunció con solemnidad la venida del Mesías, destinado a conducir a los hebreos a una salvación más plena que la que estaban experimentando, en la que estarían integrados todos los hombres de buena voluntad, abiertos a Dios. Su mensaje se eleva por encima de lo local y ofrece un carácter universal, está abierto a todos los humanos, ya que la salvación que iba a traer el esperado Mesías alcanzaría a la humanidad entera.
Del Mesías nos revela una serie de características sorprendentes, que iban más allá de las expectativas de las gentes y que más tarde se harían realidad en la persona, vida y obra de Jesús de Nazaret. La primera es su perfecta humanidad: sería niño, joven, maestro de sabiduría, pastor de su pueblo y conductor de naciones por los caminos de la verdad, la justicia, la bondad y la belleza (Is 9). La segunda es su judeidad. Saldría del corazón mismo del pueblo de la promesa, del tronco de Jesé, de la familia de David, que tanto contribuyó al engrandecimiento de los israelitas (Is 9; 11).
La tercera pivota en su relación única con Dios, de quien es signo y revelación. Su misión consistiría en mostrarnos al Dios vivo y verdadero y lo que representa para los humanos, llamados a practicar la justicia y el derecho. Por eso le llama el Emmanuel, es decir, Dios con nosotros (Is 7). La presencia y actuación divinas encuentran en su persona la máxima concreción en beneficio de todos. Él tiene un pleno conocimiento de lo que significa el plan divino de salvación. La cuarta le vincula estrechamente con el Espíritu, hasta el punto que poseería sus dones en plenitud insospechada (Is 11). En este sentido merece la pena dejar resonar sus palabras en nuestro corazón: «Saldrá del renuevo del tronco de Jesé, un vástago brotará de sus raíces. Sobre él reposará el espíritu del Señor, espíritu de inteligencia y sabiduría, espíritu de consejo y de valor, espíritu de conocimiento y de temor de Dios».
Su mensaje para el Adviento no puede ser más claro y rotundo: Dejemos penetrar en nuestras vidas al Mesías, tan unido a la raza humana y tan portador de humanidad y divinidad. Hagámosle un sitio en nuestro corazón, necesitado de verdadera esperanza y ávido de los dones de Dios. Nadie como ese Ungido descubre al Señor en nuestras vidas y nos transmite pasión por Dios y por los hombres, lleno como está del Espíritu. Como ningún otro nos ayuda a discernir los caminos del Señor, a seguir las sendas del Altísimo, a cumplir la voluntad divina. Pidamos inteligencia y sabiduría para entregarnos a nuestros semejantes como Él lo hizo, sigamos su ejemplo que nos hace personas de verdad, llenas de valor, justicia y consejo.
Que resuene, desde el silencio y recogimiento interior, la Palabra de Dios, expresada a través del profeta y tantas veces escuchada, pero que siempre necesita actualización en nuestro ser y quehacer de cada día: «Mirad, la joven está encinta y da a luz un hijo, a quien pone el nombre de Enmanuel» (7,14). «Porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Sobre sus hombros descansa el poder, y es su nombre: “Consejero prudente, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de la paz. Dilatará su soberanía en medio de una paz sin límites, asentará y afianzará el trono y el reino de David sobre el derecho y la justicia, desde ahora y para siempre» (9,5s).
Luis Ángel Montes Peral
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