martes, 9 de febrero de 2016

Embajador real

Santo Domingo vive en Osma dedicado a la labor de los canónigos regules de su tiempo. La oración asidua y las funciones litúrgicas en la catedral, y el estudio y la formación son las facetas cultivadas en el “cenobio catedralicio” El Obispo quiere hombres formados en las letras y fuertes en la oración, para la acción pastoral. Domingo, estremecido en la hambruna palentina, no ve satisfechas sus aspiraciones con la vida claustral, si bien le ayuda esta etapa de recogimiento interior. Hay que combinar la acción y la contemplación.

De las “cosas de este mundo”, ajenas al sentir y a los deseos de Domingo, se servirá Dios para comenzar una historia que ya dura 800 años. En 1203 el rey Alfonso VIII está en Soria para la fundación de un monasterio y como es costumbre entre su séquito están varios obispos entre ellos el de Osma Diego de Acebes. El infante don Fernando, heredero al trono también está junto a su padre. El rey no sólo quiere fundar un monasterio, y el beato Jordán de Sajonía nos cuenta que el rey “venía a buscar” al obispo para confiarle un importante negocio. “El rey deseaba casar a su hijo Fernando con una doncella noble de Las Marcas”. Era habitual que los embajadores de las empresas regias fueran obispos y nobles versados “en las leyes y en el latín”.

Don Diego de Osma, acepta el encargo y lleva consigo a uno de los jóvenes colaboradores y hombre de confianza. Debemos advertir de la dificultad de este viaje. Si hacer un viaje a caballo, incluso a pie, en los albores del S. XIII es empresa complicada, a esto hay que añadir la gran responsabilidad de llevar a buen término la misión, pues de su éxito depende en gran medida el futuro del reino castellano.

Aquí Santo Domingo se encuentra de nuevo con la dura realidad de la iglesia medieval. Pocos años antes, el tercer concilio de Letrán había manifestado su disgusto por el número elevado de caballeros que los obispos juzgaban indispensable llevar en sus visitas pastorales, constituyendo un altísimo coste para las parroquias que los recibían. Un obispo no se desplazaba sin “familiares” y escoltas. Algunas iglesias pobres vendían hasta los objetos sagrados para pagar sus “visitantes”. El concilio fijó la escolta de los obispos en un máximo de treinta caballos. Las diócesis pobres, o las que habían reformado las costumbres, como la de Osma, no llegaban a este número. Aun así el sequito que sale hacia Dinamarca y de la forma parte nuestro santo, llega a los diez caballos, una fortuna para la época. ¿Qué sentiría aquel hombre de Dios que había despojado de “todo su ajuar” para mejor vivir el Evangelio que iba a predicar? ¿Se encontraría cómodo sirviendo al rey castellano o ya anhelaba servir a otro rey?

Fray Luis Miguel García Palacios, O.P.
Subprior del Convento de San Pablo

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