miércoles, 9 de octubre de 2013

¿En qué creen los que dicen no creer?

En el verano recién concluido ha escrito una hermosa carta el Papa Francisco a Eugenio Scalfaro, director emérito del periódico romano, La Republica. Una carta que no tiene desperdicio y que anda por la red.

Eugenio Scalfaro siempre se mostró un admirador del mensaje del Nuevo Testamento, aunque se profesa agnóstico. Es algo así como la prolongación de aquel libro de la década de los 90, titulado “¿En qué creen los que no creen?” (“In cosa crede chi non crede?”) en el que Carlo María Martini, Arzobispo de Milán, dialogaba con Umberto Eco y otros ilustres no creyentes sobre temas fronterizos.


Benedicto XVI -retirado en un monasterio de monjas contemplativas- nos ha dado la mejor lección de su vida: “Solo Dios basta”. No quiso el Papa Ratzinger estorbar al nuevo Papa Francisco, no quiso interferir en su ministerio recién estrenado, y optó por el silencio de un monasterio. Orar es una maravillosa tarea. Quien ora no pierde el tiempo, porque la oración es la palanca que mueve toda una vida. La fe sin conversar con Dios se nos puede convertir en una palabra vacía o en una ideología más. Pero el Papa Benedicto nos animó, en lo que él llamó el “atrio de los gentiles”, a entablar un diálogo serio y sostenido con los no creyentes. No deberíamos olvidarlo.

Dijo el Concilio Vaticano II, en su momento, que el ateísmo “es uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo” (GS 19). La Iglesia, sin embargo, quiere prestarle atención por la vía del diálogo. Fue la praxis abierta del Concilio: hablar para conocerse, dialogar antes que excluir o condenar. Más aún: la Iglesia opina que, en problemas que a todos importan, es bueno colaborar al margen de posicionamientos religiosos y de creencias. Esta fue la filosofía de Juan XXIII, ratificada posteriormente por Pablo VI en la Ecclesiam Suam.

Hoy, los no creyentes (en todas sus gamas e intensidad de colores), cuando son inteligentes y no resabiados, han entendido que es mejor el diálogo que la condena, los encuentros que los desencuentros, la cercanía que nos permite compartir, que la lejanía que siempre propicia el desconocimiento y el prejuicio.

Creyentes y ateos no están tan lejos como pudiera parecer. Todos comparten la oscuridad del camino que hacen. La vida del creyente, por poseer la fe, no es más fácil que la del ateo. Entre otras cosas porque la fe no es visión clara y luminosa de las verdades que sostenemos y que nos sostienen. Las luchas son similares para todos. La fe tiene mucho de confianza, de entrega, hasta de certeza, si se quiere decir así; pero siempre desde la oscuridad del que avanza entre tormentas y sombras. Y el no creyente no lo es tanto, cuando tiene fe en las posibilidades y límites del ser humano...

Nos parece a los creyentes (y así lo decimos) que, cuando alguien desde la radicalidad y coherencia pone su vida al servicio de los demás, aun siendo no creyente, está tocando con los dedos el misterio de Dios. Aunque no le llame Dios. Así lo creemos los cristianos, para quienes, como dice San Juan, solo se puede amar a Dios en la entrega incondicional a los que nos necesitan y se convierten en mediaciones del Dios y Padre de Jesús.

Habría que recuperar este buen sentido y estilo del diálogo, que fue el santo y seña del Concilio Vaticano II, cuyo 50 aniversario estamos todavía celebrando. Pero, claro está, ni creyentes ni ateos fanáticos sirven para el diálogo. Y mucho me temo que, cada día, abundan más.

Eduardo de la Hera

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