martes, 27 de marzo de 2012

Creer y Crecer

Total, añades una C y ya tienes la clave del secreto. Y también del proceso. “Creer” es “crecer” poco a poco ¿Por qué esta equivalencia?

Hay una relación estrecha entre aquello que nos entusiasma, aquello por lo que vivimos apasionadamente y nuestro crecimiento interior. La fe, vivida con coherencia, contribuye al crecimiento personal. Saber por lo que uno lucha, se esfuerza y trabaja contribuye a la felicidad, porque da sentido a la vida de cada día. Por eso convertirse a Cristo equivale a progresar como persona. Creer y convertirse son casi equivalentes: “Convertíos y creed” (Mc 1,15)

“Convertirse” equivale a regresar a Dios desde dentro, desde lo más íntimo y nuclear que hay en nosotros, desde el corazón. No maquillar nuestra vida religiosa con cuatro prácticas devocionales para quedar bien con Dios o con nuestra conciencia. “Convertirse” es cambiar de vida, no de peinado o de look. Cambiar de ruta, cuando sabemos que andamos navegando por aguas de mediocridad.

“Convertirse” equivale a hacer todo un trabajo de reforma, de renovación interior. El que se “convierte” a Dios es porque no está contento con su vida. A veces, como decía san Agustín, buscamos “lejos” o “fuera de nosotros”, picoteamos aquí o allá lo que tenemos cerca, lo que llevamos dentro. Nos cansamos de buscar por ahí lo que tenemos al lado, a un tiro de piedra.

“Convertirse” es dejar bien podado y bien preparado el árbol de nuestra vida; convertirse, para eliminar ramas inútiles, esquejes superfluos, que roban la savia a las ramas destinadas a dar fruto. Hay que quitar, como los podadores de los jardines, hojarasca superflua para dejar la savia bien canalizada hacia lo esencial. Decía Jean Guiton que lo esencial hay que buscarlo en el silencio y en el esfuerzo.

“Convertirse” equivale a cambiar el corazón, cuando el corazón es duro y egoísta. ¿Hacer un trasplante? Algo así. En ocasiones, no hay otra solución que buscar un corazón de recambio.

“Convertirse” equivale a ir intentando transformar esa mentalidad, tan de nuestra época (y que acarrea tantas y tan amargas consecuencias, tan duros desencuentros), esa mentalidad que pone el dinero o el tener como meta última de todas las aspiraciones. Hay dos grandes enemigos de la fe: la idolatría del dinero, del “yo”, del poder y el conformismo del que dice “todo vale”, si “todo cuela”. Y hacemos colar tantas cosas infumables, impresentables, de las que deberíamos avergonzarnos. De aquí nos ha sobrevenido la crisis: del “todo vale”.

“Convertirnos” es la tarea más importante que tenemos los cristianos, si queremos de verdad recuperar el camino que conduce a Dios: tantas veces extraviado y traicionado.

“Convertirnos”, en definitiva, es decidirnos a abrirle la puerta a Aquel que espera pacientemente en el dintel, y desea entrar para sentarse a la mesa con nosotros.

Hemos de plantear el camino de la conversión cristiana como un camino de crecimiento. Y no como un recorte a nuestra vida. Dios no nos quiere “recortados” ni enanos (no es un “aguafiestas”) sino creciditos y bien plantados. Pero esto no se consigue solo en los gimnasios. El espíritu se desarrolla ejercitando las potencias del alma. También hay un tiempo y un gimnasio para el espíritu: por ejemplo, el que nos brinda la Cuaresma.

Eduardo de la Hera Buedo

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