Vivimos, estos días, un tanto abrumados y hasta alarmados por una misma y única noticia, mil veces repetida, amplificada y nerviosa. Es como una bomba casera que de repente te estallara entre las manos y te dejara aturdido. Unos dicen, asustados: “¡Cataluña se va!”; otros, suplicantes, extienden la mano y claman: “¡Cataluña, no te vayas!”. Algunos se visten de resignación: “¡Es que Cataluña es una señora distinta; eso sí, muy señora!”. A otros nos sale la vena patriótica, “¡Sea lo que sea, Cataluña es España!”. En fin, no pocos, hartos de tanto ruido, cogen el bocata y se marchan al monte o al valle, donde no haya cobertura mediática.
Mientras tanto, se suceden manifestaciones con banderas de colores diversos. Vemos también (y esto es peor) odios callejeros, peleas, mentiras, consignas cruzadas. Y hasta hemos asistido, atónitos, a empresas y bancos que se van y al fanatismo que se queda...
¿Y la Iglesia? La Iglesia tiene claros los principios de su doctrina social. El Papa nos ha dicho que un auténtico católico no admite “movimientos secesionistas o de autodeterminación que no sean el resultado de un proceso de descolonización”. Los obispos españoles, por su parte, han recordado a los políticos que “no tomen decisiones irreversibles” o “al margen de la ley”. Los principios parecen claros; pero los católicos siguen tan divididos como el resto de los ciudadanos. Y es que los católicos (¡qué quieren ustedes que les diga!) sufrimos los mismos vaivenes, pasiones y subidones de adrenalina que el resto de los mortales.
Así las cosas, uno sueña con el acontecimiento de PENTECOSTÉS y con el milagro aquel de las lenguas, cuando nació, en los orígenes, una Iglesia joven, casi niña. Era la familia de Jesucristo. Leyendo el libro de los Hechos de los Apóstoles, se ve cómo cada uno conservaba su propia lengua, y, sin embargo, todos ellos se entendían. Acontecía, entonces, un milagro, que también puede suceder hoy. El milagro consistía en que distintos y distantes pueblos del mundo (“partos, medos y elamitas”), por la fuerza de un mismo Espíritu, se sentían cercanos. Y además estaban dispuestos a recibir el evangelio de Cristo que habla de unidad en lo diverso y de reconciliación en los agravios. Quizá los católicos olvidamos con frecuencia que el Evangelio es la verdad que salva, pero no se impone; es el mensaje que unifica, pero no despersonaliza; es la Palabra que diversifica, pero no divide.
Hay que dejar actuar siempre al Espíritu de Dios, admirable don, capaz de restaurar la unidad perdida, aun en medio del desafío y confusión que genera tanta torre soberbia, de cuello largo (e ideas cortas), como la torre absurda de BABEL.
¡Dios nos ayude, en esta hora, a recuperar, lejos de tribalismos y nacionalismos cerrados, la sensatez y la concordia! Para que, en medio de sensibilidades y lenguas diversas, podamos todos, con la fuerza del Espíritu de Dios, realizar, otra vez, el milagro de Pentecostés.
Eduardo de la Hera
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