Confieso que, con el paso de los años, me estoy volviendo un poco más pesimista. Dios me perdone, porque yo sé que un cristiano nunca debe perder la esperanza; pero cada vez me gustan menos ciertas cosas que acontecen en este mundo de estupideces cotidianas.
Y sin embargo no podemos huir del mundo, ya que estamos en el mundo y somos mundo. Se está aquí o allá circunstancialmente; en cambio, se es permanentemente. El mundo es nuestro hogar. Nos debemos a él, aunque estemos de paso.
El Papa nos invita a no caer en la trampa de la permanente desilusión, que se traduce en una queja continua. Pero, ¿cómo se hace esto? Porque a veces a uno le entran deseos de escapar, para instalarse en lugares más templados o menos fríos, ¿no es verdad?
Sin embargo, sabemos que los cristianos, al margen de espiritualismos de evasión, nos debemos tomar muy en serio esta verdad: “Somos mundo”. De lo contrario volveremos a enfrentar espíritu a materia, fe a realidades temporales, salvación del alma a salvación del cuerpo, tiempo a eternidad, cielo a tierra... Los cristianos, en el campo del pensamiento, tenemos una larga historia de perniciosos dualismos, que nos han hecho sufrir no poco, y nos han desorientado mucho en el camino de la fidelidad a Dios.
El mundo no es nuestro “exilio”, nuestro “destierro” (aunque a veces lo parezca). No vayamos, otra vez, en esta forma de ver y de pensar, tras las huellas de Platón, de Orígenes y hasta de Descartes, reeditor del dualismo más moderno...
Tan serio es nuestro “ser cuerpo” que el Hijo de Dios asume toda la corporeidad del hombre, toda la mundanidad del mundo, toda la realidad terrena (histórica, bella y frágil) para redimirla, salvarla y devolvérsela a Dios. Cristo Jesús, que también asume nuestra muerte, no va a querer ya, después de su resurrección gloriosa, dejar de ser carne: carne glorificada, pero carne. Nuestra carne con él (y por él) ha entrado ¡ya! en el cielo.
Los dos relatos bíblicos de la creación subrayan el carácter terreno, mundanal, de Adán y Eva: o sea, de usted y yo, tomados de la tierra y en la tierra colocados. Todo ello de forma natural, no violenta, casi espontánea. Adán no es un “cuerpo extraño”, un extraterrestre, en la tierra paradisíaca donde Dios lo coloca. El paraíso no es otra cosa que el símbolo de la armonía con Dios en este mundo. La violencia, la tensión, la sensación de existir aquí como seres extraños, vendrán después del pecado (leamos detenidamente el capítulo 3º del Génesis). Cuando aparece Cristo, con el misterio de su cruz, enseguida nos va a decir que el sufrimiento, aun cuando no entre históricamente en el plan de Dios, sin embargo podemos transformarlo en sacrificio por los demás y darle un sentido hondo en la reconstrucción de un mundo nuevo y renovado, tal como Dios quiere.
Así pues, como dice el padre Oliver Clement, gran pensador cristiano, amemos al mundo ya que “es el cuerpo ensanchado del hombre”. De tal manera que, si Dios ama al hombre y el hombre acepta a Dios, seremos para siempre seres “agraciados”, no seres “desgraciados”. Y entonces el mundo será, también para el hombre, gracia, don y responsabilidad. Aunque esto sólo será así, si hombres y mujeres nos comprometemos responsablemente a construir un mundo mejor que el que tenemos.
Efectivamente, nosotros creemos que el hombre se salva, si acepta el don de Dios, y esto va a ser así por mucho que se empeñen las fuerzas del mal, cada día, en esparcir su cizaña sobre esta tierra árida y reseca. ¡Y vaya que se empeñan en hacer su labor “las criaturas de la noche”! ¡Trabajan a fondo! Por tanto hay que mejorar el mundo, pero sin salirnos de él. Al fin y al cabo, el cielo que esperamos, aunque sea un salto cualitativo (y un regalo del Padre), no deja de estar por ello en continuidad con el mundo en que vivimos.
Eduardo de la Hera
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