Había, una vez, un árbol frutal en un monte elevado. Su tronco era fuerte. Ramas verdes en primavera y doradas en otoño extendían sus brazos hacia el cielo y los dirigían ufanas hacia la tierra. Buscaban, sin duda, la admiración de los viandantes.
Pero había una rama especialmente presumida. Un rayo de sol se escapaba, sin permiso del astro-rey, para coquetear con ella cada día, al caer la tarde. El tronco nada decía. Dejaba hacer a sus ramas, sabiendo que sin ellas apenas era árbol.
Por lo demás, -como todos los árboles, aun los más pequeños- aquel era un árbol bueno, bello, callado y sabio. Tenía muchos años. Los pájaros hacían allí sus nidos, las ardillas sus madrigueras, pero él nunca se quejaba. Hundía sus raíces en el suelo para absorber el jugo de la madre tierra, y poder así alimentar a todas sus criaturas, no menos que a sus emperifolladas ramas. Cuando soplaba el viento, el tronco resistía, pero las ramas, siempre más débiles y quejumbrosas, se inclinaban y hacían mucho ruido para llamar la atención de alpinistas y pastores que por allí pasaban.
Todo iba bien. Hasta que, un día cualquiera, la rama presumida, levantó la voz y la moduló especialmente para ser oída: “¡No hay derecho! ¿Os habéis fijado? A mí siempre me toca recibir todas las bofetadas, especialmente cuando el viento sopla fuerte. Todos me envidian porque soy hermosa y me visita el rayo de sol; pero los crueles maderistas se fijan mucho en el tronco (a mí ni me miran), los poetas pasan distraídos y los turistas sólo miran por su teléfono móvil para hacer fotos. ¡Esto no es vida!”.
Y encizañaba constantemente: “Compañeras, manifestaos contra ese tronco inútil y viejo que nada dice y se aprovecha de nosotras. Vamos a ver, compañeras, ramas nobles que me escucháis, ¿de quién son las flores y los frutos? ¿Son del tronco? ¡Son nuestros! El tronco nos explota a todas horas. Cuando hace frío, le abrigamos; cuando hace calor le cubrimos; cuando hace viento no se acatarra, somos nosotras las del resfriado. Además, ¿quién tiene que soportar el hacha de la poda? ¿A quién roban esos ladrones humanos, los frutos del otoño? ¡A nosotras, compañeras!”.
Algunas ramas ya empezaban a aplaudir, haciendo mucho ruido con sus hojas. Otras seguían dormidas, escuchando sólo el canto de los pájaros a quienes todo aquello les tenía sin cuidado. La rama no es que fuera revolucionaria; le importaba muy poco la lucha solidaria; ella solo se buscaba a sí misma; quería llamar la atención.
“¿Por qué todo el mundo se fija en el tronco? ¡Hasta los enamorados escriben sus nombres con letras bonitas, dentro de un corazón grande que pintan, y que sólo existe en sus sueños! ¡Pero esto se acabó! ¡Me divorciaré de éste árbol tonto!”.
Y, un día de fuerte huracán, la rama presumida aprovechó un aullido del viento para dar un estironcito y ¡zas!, se desgajó del árbol. ¡Ay, que feliz se sentía! Al fin era libre. “Libre, compañeras; soy libre, me voy con el rayo de sol” -gritaba fuerte.
Reía como una loca, pero el árbol lloraba. De la herida abierta al desgajarse la rama, caían unas lágrimas silenciosas y amargas.
Pero todo cambió. Ya en el suelo, la rama se dio cuenta de que le faltaba aire para sus pulmones. Quería respirar y no podía. Sus hojas empezaban a perder color, se arrugaban y caían muertas. Entonces fue cuando se dio cuenta de que, desgajada del tronco, ya no era árbol. No valía nada. Sólo era leña, para ser quemada. Entonces quiso llorar, y no pudo. Ninguna lágrima. Se había secado. No era ni siquiera rama. Llamó al rayo de sol; pero no la reconocía. Andaba de fiesta con otras ramas.
Así fue el final de la rama respondona y presumida, que no se dio cuenta de que todos somos necesarios en el gran árbol de las cuatro estaciones de nuestra vida.
Eduardo de la Hera
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