miércoles, 1 de marzo de 2017

La Cuaresma, la I.T.V. y el chequeo médico

Sin duda alguna todos hemos oído y sabemos lo que es la I.T.V. (inspección técnica de vehículos). A ella tenemos que llevar el coche o el camión, sobre todo cuando ya tienen ciertos años, para que los técnicos examinen si el coche expulsa demasiados gases contaminantes y perjudiciales para la salud y el medio ambiente, si están bien las luces, los frenos, las ruedas, el motor, etc. Como resultado puede ser que nos obliguen a pasar por un taller y reparar o cambiar algunas piezas para que el vehículo pueda circular legalmente y con seguridad para nuestro bien, los acompañantes y para las demás personas. 

Así también pasa con la salud. De vez en cuando todos pasamos por el control médico para hacer un chequeo, mayor o menor; el médico nos ausculta el corazón y los pulmones, nos mira el fondo de ojo, nos toma la presión arterial, nos manda hacer unos análisis o radiografías, etc., para después, a la vista de todo, poder hacer un diagnóstico y proponer una terapia adecuada de un tipo u otro, incluso una cirugía, y así mejorar nuestra salud, incluso de manera preventiva.

Algo así es la Cuaresma. La Cuaresma es un tiempo de cuarenta días en los que la Iglesia, como la mejor de las madres, nos invita a pasar la I.T.V. o el chequeo personal, comunitario y pastoral ante nuestro Señor Jesucristo y su Espíritu Santo, a la luz de su Palabra, que es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestros senderos (cfr. Sal 118). La Iglesia, nuestra Madre, busca que vivamos como hombres y mujeres nuevos con la novedad de la Pascua, la vida de aquel que nos amó y ama hasta el extremo y que no tiene otra gloria sino que el hombre viva (San Ireneo), sea feliz temporal y eternamente; que desea que lo que hoy es ceniza, se torne tierra buena y fecunda que de flores y frutos para alegría y júbilo de todos. No es un tiempo triste, sombrío, sino alegre y esperanzado.

La Iglesia nos pide que hagamos un esfuerzo, con la ayuda de la gracia de Dios y de los demás, para poner a tono nuestra vida que, como los vehículos o el cuerpo y la mente humana, se desgastan y oxidan por el paso y el peso de los acontecimientos, los años, la existencia con sus experiencias; nos invita a que revisemos nuestras relaciones fundantes, las que marcan nuestro ser y actuar: con Dios, -el misterio profundo del hombre porque en Él existimos, nos movemos y somos (Hch 17, 28)-, con nosotros mismos y con los demás. Pero no para mirarnos en el espejo y seguir como antes, sino para cambiar.

La Iglesia nos llama en la Cuaresma y siempre a la CONVERSIÓN. Conversión es la gran palabra y realidad que debe estar presente en nuestra vida cristiana y social, tanto personal como comunitaria. El Miércoles de Ceniza se nos dirá: «Convertíos y creed en el Evangelio». Es verdad que no se ganó Zamora en una hora, pero hay que comenzar la batalla, avanzado poco a poco, día a día, paso a paso, pero firme y decidido. No vale decir como San Agustín antes de su conversión: “Mañana, mañana”, y ese mañana nunca llegaba.

Revisar nuestras relaciones con Dios que es Padre misericordioso y compasivo, que nos ama. Para eso la Iglesia nos propone orar más y mejor. No rezar como papagayos, sino tener un encuentro con él, hablar con Él, escuchar y acoger el don de su Palabra, y exponer nuestras alegrías y penas, las personales y las de todos los hombres. Propongo que dediquemos cada uno cinco o diez minutos al diálogo con Dios, con el Evangelio de cada día, escuchar, dar gracias y pedirle ayuda. 

Repasemos nuestras relaciones con nosotros mismos. Para eso la Iglesia nos recomienda el ayuno. No trata el ayuno tanto de privarnos de comer o beber, sino de mirarnos y ver si nos amamos rectamente; si somos señores de nosotros mismos o esclavos del poder, del egoísmo, del placer a costa de todo, etc. Para eso propongo entrar dentro de nosotros mismos, encontrarnos con nuestra realidad, hacer silencio en nosotros, centrarnos en lo esencial, ser austeros y no autoengañarnos.

Por último nos propone la Iglesia que miremos en profundidad nuestras relaciones con los demás hombres, con las cosas y el resto de la creación, especialmente la tierra, nuestra casa común: ¿son las que Dios desea y nos hacen felices, hacen más humana y divina nuestra vida? Sin duda que son mejorables. Se nos propone la limosna como remedio; pero la limosna no es dar lo que nos sobra sino compartir lo que somos y tenemos, ser un don para el otro, como el otro es un don para mí, ser misericordiosos como el Padre lo es, en definitiva, amar. Y hacerlo con todos, con los cercanos, comenzando por los de casa, y los lejanos, especialmente los más humildes y desfavorecidos.
+ Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia




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