La primera vez que vi a don Ángel Sancho fue en el otoño de 2014. Yo tenía 26 años. Estábamos frente a frente, sentados en su despacho del Palacio Episcopal, en el sótano de su querido Museo Diocesano. Era una estancia amplia y, aunque oscura, una tenue luz dejaba entrever la figura de un hombre de venerable edad. Sobre su escritorio, presidido por un crucifijo, había un montón de carpetas y documentos manuscritos, un cenicero y una cajetilla de tabaco. El humo envolvía todos los enseres de la habitación y, mientras charlábamos, una pieza de música clásica sonaba en su viejo transistor.
Don Ángel era un hombre sereno y reflexivo, sobrio y elegante, de mirada penetrante y fina ironía. Amante de la conversación, poseía además un poder extraordinario para captar la atención del interlocutor y, al mismo tiempo, sabía escuchar. Solía hablar de manera pausada, saboreando cada una de las palabras que pronunciaba, con un estilo muy depurado, fruto de sus amplios conocimientos humanísticos. Desde el primer momento me atrajo su honestidad, su bondad, su inusitada sensibilidad por el Arte y su denodado empeño en preservar nuestro patrimonio cultural. Estos esfuerzos -en palabras de una de sus sobrinas el día de su funeral- le hicieron merecedor del apelativo de “guardián del Arte Sacro”.
Poco a poco fuimos creando un fuerte vínculo de amistad reforzado por intereses e inquietudes comunes. Por ironías de la vida, mi abuelo -Antonio Álamo Salazar- y don Ángel compartieron “pan de amistad” muchas décadas atrás. Su buena sintonía queda plasmada en la cálida bienvenida que Álamo le brindó en su discurso de contestación tras su ingreso en la Institución Tello Téllez de Meneses, allá por marzo de 1975. Aquel texto daba a conocer al “hombre laborioso”, al inquieto sacerdote inmerso en “una apasionante parcela del mundo del espíritu”, al “rebuscador de sensaciones artísticas”... Ese era, sin duda, don Ángel.
Trabajé con él por espacio de unos meses en la catalogación e inventario de toda su obra, incluidos los miles de libros, que mediante donación entregó al Archivo Diocesano. El 30 de enero de 2015 recuerdo la enorme alegría que le causó visitar la sala destinada a albergar su obra. Aquel día celebramos su 85º cumpleaños y, pese a que no solía exteriorizar sus sentimientos -como él mismo me dijo en alguna ocasión-, pude percibir la ilusión en el brillo de sus ojos. Este homenaje, íntimo y espontáneo, fue quizá el último que se le tributó en vida.
Cuando sus fuerzas empezaron a flaquear don Ángel dejó de acudir al despacho pero proseguimos nuestras charlas en su casa, y después en el Pabellón Santa Ana y en los jardines del complejo hospitalario. Sus amenos relatos y anécdotas, algunas muy divertidas, perdurarán en mi memoria largo tiempo. Gracias, amigo Ángel, por estos dos años de sincera amistad. Indeleble es la huella que dejas en mi corazón.
Diego Quijada Álamo
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