Las obras e misericordia, corporales y espirituales, son complementarias. El hombre es una unidad y no podemos dividirle ni separar las obras del amor.
La primera de las obras corporales de misericordia es “Dar de comer al hambriento”.
El hambre es el resumen de todos los males. Y hoy sigue afectando a muchos millones de personas en el mundo. No sólo en el llamado tercer mundo, sino también en el primer mundo, en el Norte. Muchas asociaciones, entre las que se encuentran Cáritas y Manos Unidas y otras ONGs, nos lo recuerdan de una manera u otra a lo largo del año llamando a nuestra responsabilidad.
Sin alimentos el ser humano no puede vivir; es una necesidad básica para mantener la vida. Y en la tierra hay suficientes alimentos para que todos los que hoy vivimos no pasemos necesidad. El problema no es que no haya suficiente producción de alimentos, no; el problema está en el corazón de cada uno de nosotros. El problema es que unos tienen mucho y otros nada o casi nada y hacemos poco por solucionarlo.
Cada hombre y cada mujer tenemos que ser conscientes de que los bienes, todos los bienes, tienen un destino universal; han sido dados por el Creador para todos, no para unos pocos. Si esto no se da, si a algunos no les llega nada es porque otros, quizá nosotros mismos, acaparamos lo que es de todos, es decir, aunque suene fuerte el decirlo, robamos a los otros.
¿Dónde está la solución? La solución está en vivir la fraternidad, en compartir, en cambien el corazón y ver en el otro un hermano. Todos tenemos un mismo Dios que en Jesucristo se nos ha revelado como Padre Misericordioso; y si tenemos un Padre común, con entrañas maternales, nosotros somos hermanos en Cristo, y por nuestras venas corre el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo.
Vivir la fraternidad supone, nos lleva y exige un cambio en el estilo de vida. No el egoísmo, no el acaparar, no el usar y tirar a la basura, sino el compartir -partir el pan, no las migajas- con el hermano, y vivir más sobria y austeramente. El hombre no es feliz por tener mucho, sino por necesitar poco. Compartir no es dar lo que a mí me sobra y ya no me vale, sino incluso dar lo que necesito y en ello darse a sí mismo. Ejemplos tenemos muchos en la historia. Recuerdo a la viuda pobre de la que nos habla San Lucas en su Evangelio (Lc 21, 1-4), que dio dos moneditas, dos céntimos diríamos hoy, en el cepillo del templo, porque no tenía más, pero mereció el elogio de Jesús, pues «ella, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir», se dio a sí misma. Otro ejemplo, también de la Biblia, es la viuda de Sarepta que da todo lo que tiene, un poco de harina en la orza y un poco de aceite en la alcuza, para ella y su hijo cuando le pide de comer Elías, hambriento (I Rey 17, 7-16); ante tanta generosidad no faltó la bendición de Dios y «por mucho tiempo la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó».
Dar de comer al hambriento entraña no hacer dependientes de los demás, “parásitos” o “rémoras”, personas que coman la “sopa boba”, o lo que se tercie, sin más; nos debe llevar a ayudar a la persona para que ella se ayude, se abra caminos en la vida, enseñarle un oficio o trabajo; no hacer ni crear inútiles, sino útiles y activas, que no estén muy ocupadas en no hacer nada, sino personas que desarrollen sus cualidades, que todos las tenemos algunas o muchas, para bien propio y de los demás. Aquí viene el reto de los políticos, empresarios y los emprendedores.
Dar de comer al hambriento nos debe llevar a cuidar la tierra para que esta no se vuelva estéril e improductiva por el abuso, el uso irresponsable de pesticidas, etc.; tenemos que cuidar la casa común, como nos pide el papa Francisco, es decir, la tierra, el aire, el agua, los abonos, trabajarla con responsabilidad, sin agotarla, para que la sementera se vea colmada con una cosecha abundante. Esto, por descontado, no supone que renunciemos al avance de las ciencias y las técnicas; Dios nos ha dotado de inteligencia para usarla, pero en bien de todos los hombres, y con responsabilidad, es decir, sin olvidar que toda acción humana tiene una dimensión ética, que, si no la respetamos, se vuelve, a la corta o a la larga, contra nosotros mismos.
No podemos, también, menos de brindar el pan de la amistad, el amor, el perdón, la sonrisa, con ternura; sin este pan el otro se vuelve duro e indigesto, es como tirar una piedra a la cara. Y finalmente, no olvidemos que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4). No podemos quedarnos sólo en alimentar los cuerpos, también los espíritus, las almas, y estas sólo se sacia con Dios, sólo con Jesús que es la Palabra de Dios y el Pan de Dios (Jn 6) para la vida presente y la eterna.
+ Manuel Herrero,
OSA
Obispo de
Palencia
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